Pensaba que era una "supercatólica"

Estoy casada, tengo 36 años, tres hijos (de 14, 15 y 16 años), una casa propia, un bonito jardín y un coche. Se podría decir que no me hace falta nada más para ser feliz. Sin embargo, llegó un momento crítico en mi vida, aunque nada me lo había hecho prever... El enemigo llegó de forma inesperada y con muy malas intenciones. Me empecé a dar cuenta de que, cada vez con más frecuencia, mi marido volvía del trabajo bajo los influjos del alcohol a lo largo de tres meses, incluso a diario, y empezaba a tomarlo durante el día sin motivo aparente. En mi cabeza —lo cual creo que ya fue un don muy grande de la Providencia divina — se me encendió una lucecita de alarma, con más razón cuando ni mis súplicas, ni mis amenazas, ni mis argumentos lograban la más mínima modificación de su conducta. Así pues, reaccioné de inmediato y le pedí a mi marido que se fuera conmigo a hacer un retiro espiritual a la ciudad de Przemysl, sin decirle exactamente qué temas se iban a tratar en él.

Y justo ahí se produjeron el giro y el momento más importantes, pero de mi propia vida. A decir verdad, cuando repaso con la memoria otra vez todo lo que ocurrió luego, desde una perspectiva de 25 años, veo que aquello fue un tiempo predestinado y planeado al detalle por el Señor para mí. Durante aquellos tres días de retiro, rezaba ardiente y fervorosamente por su curación y para que mi marido entrara en razón, pensando por dentro en lo buena y sensata esposa que yo era. Estaba totalmente asombrada por mi astucia y mi ingenio: le pedía al Señor que se ocupara de mi marido, mientras que yo hacía planes en la cabeza para verme con mis amigas en una fiesta, porque eran las vacaciones de Semana Santa...

El tercer día de retiro escuché que nos ha sido dado un tiempo especial, puesto que precisamente ese día caía el domingo de la Divina Misericordia, sobre el cual había escrito Santa Faustina Kowalska en su Diario: « Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia. Derramo todo un mar de gracias sobre las almas que se acercan al manantial de Mi misericordia. El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas. En ese día están abiertas todas las compuertas divinas a través de las cuales fluyen las gracias. Que ningún alma tema acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata. Mi misericordia es tan grande que en toda la eternidad no la penetrará ningún intelecto [...] » (Diario de Santa Faustina Kowalska, núm. 699).

Me quedé, pues, en la que llaman Capilla de los Milagros y recé con fuerza pidiendo por mi marido. No me esperaba en absoluto que la mayoría de esas gracias y favores se acabarían derramando sobre mí. ¡Pero si era yo la que era la buena y él a quien le hacía falta curarse! Yo "iba" a Misa, asistía con mis hijos al rezo del Santo Rosario en la Iglesia, a las romerías de mayo, a los Vía Crucis, a los actos de Cuaresma... Mi hijo era monaguillo y mis hijas cantaban en el coro de la Iglesia. ¡Jesús, mira lo excepcional que soy!

Pero quizás Jesús tenía una opinión diferente, porque cuando al final del retiro el sacerdote nos preguntó cuáles habían sido sus frutos, a mí el Espíritu Santo me inspiró cada vez más alto y más claro estas palabras: « ¡Empieza por ti...! ¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? » (Lc 6, 41).

De verdad que libré entonces una dura batalla contra mí misma. Pensé que se trataba de algún error, pero esas palabras fueron demasiado reales. No tenía nada que reprocharme, lo cual, con el paso del tiempo y gracias a Dios, que me iba guiando, resultaría ser una gran mentira y una hipocresía. Como ya he escrito, después de una gran lucha conmigo misma, me inscribí en la Cruzada para la liberación del hombre (es decir, me comprometí a cumplir una abstinencia total de alcohol durante un año), ofreciéndolo por mi marido, ya que durante el retiro se había hablado mucho de este tema. Debido al estilo de vida que más me gustaba (y el cual motivaba que a menudo me llamaran « la reina de la noche »), aquello fue para mí una auténtica hazaña y automáticamente me tacharon de la lista de personas a las cuales mis amigos solían invitar.

Volviendo a casa sentía que yo no era ya la misma persona. Ese domingo de la Divina Misericordia me había ocurrido un milagro: mi corazón empezó a vivir de verdad. Como siempre, Jesús se había mostrado veraz y fiel a sus palabras, porque me había sacado mi « corazón de piedra y me dio uno de carne », « me abrió los ojos y los oídos », sentí una paz, un alivio y una alegría increíbles.

Lo más hermoso de todo esto es que, después de que volvimos a casa, las cosas empezaron a cambiar por completo y no tenía que esforzarme para nada. Recibí de Jesús Misericordioso el precioso don y el enorme poder de Su gracia, que despertaron en mí todo este nuevo afán de santidad, hasta entonces desconocido. Me puse a « buscar a Dios » con un gran empeño. Leí muchos libros, puesto que me había dado cuenta de que para ser una'supercatólica'no sabía nada de mi propia fe ni de Dios, ni de lo que sucede mientras se está celebrando la Eucaristía. Me compré también (porque hasta entonces no teníamos ninguna en casa) una Biblia y con mucho entusiasmo empecé a leerla y meditarla, y a profundizar en ella. Me había encontrado con la verdad y no podía extrañarme del amor, la bondad y la misericordia infinita que Dios estaba mostrando respecto a mí. Comprendí asimismo la mentira y la pobreza espirituales bajo las cuales había vivido hasta entonces.

Hoy ya no « voy a la iglesia », sino que corro con alegría al encuentro del Dios vivo, que murió por mí, y es en la Eucaristía de donde precisamente saco fuerzas de Él, así como energía para vencer dificultades y los problemas cotidianos y para luchar contra mis propios defectos y debilidades. Hoy sé que Su sangre purifica y me capacita para cualquier bien.

Supongo que quizás no hace falta que cuente cómo reaccionaron a este « cambio milagroso » mis familiares o mis amigas. La mayoría de ellos me dijo que me había vuelto loca de remate, lo cual no me extrañó en absoluto, puesto que de ser una persona a la cual le gustaba salir con los amigos, las fiestas, el baile y la música a todo volumen, me convertí en una persona que en todo momento solamente buscaba hablar con gran entusiasmo de Dios y de lo Él había hecho por mí. No es de extrañar, pues, que nuestra casa, hasta entonces rebosante de bullicio, en poco tiempo se quedara extrañamente vacía y silenciosa, convirtiéndose en un lugar donde muchas actividades inútiles, como la tele (las series), la música a todo volumen, estar de parloteo (despotricando), fueron reemplazadas por el silencio, la oración, la lectura de libros espirituales y de la Sagrada Escritura. Esta fue para mí la época más bella, estupenda y bendita.

Como consecuencia de todo ello, y si esto además fuera poco, Jesús misericordioso me liberó del vicio de fumar y de mi costumbre de soltar palabrotas (porque « de la misma boca no deben salir la bendición y la maldición. ¿Acaso brota el agua dulce y la amarga de una misma fuente? » [Cfr. St 3, 10-11]). También tomé la decisión de no tomar más alcohol el resto de mi vida, lo cual ha dado frutos maravillosos entre mis seres queridos, puesto que muchas personas ya han ofrecido su abstinencia para salvar a los que no logran vencer su adicción al alcohol.

Me esfuerzo en hablar de la misericordia insondable de Dios a todos los que tienen problemas o trastornos debidos a malas experiencias o enfermedades. De forma milagrosa, Jesús les viene ayudando a todos y muchas veces he experimentado en nuestra familia auténticos milagros (curación de enfermedades tumorales, rescate milagroso de intento suicida serio, cambios de vida...). En octubre de 2010 transcurrió un año desde que mi marido ya no bebe. Él también se había apuntado a la Cruzada para la liberación del hombre. Este mes va a nacer, además, nuestro cuarto hijo. ¿Es poco todavía?

Hoy   soy   capaz   de   darle   gracias a Dios por todo lo que me ha pasado, pero hubo momentos en que nuestra casa estaba llena de discusiones, gritos, insultos y violencia. Hoy puedo afirmar  que « gracias » a mi marido y sus problemas le pedí ayuda al Señor.

No seguí el espíritu y las propuestas « de este mundo », que propone soluciones rápidas y fáciles del tipo: divorcio, ¡y se acabó el problema! Y no me llevé una decepción. La lucha fue dura, pero mereció la pena; máxime cuando quien me guiaba era el propio Maestro, Jesús misericordioso.

Desde hace dos años y medio, toda mi familia y yo nos arrodillamos a las 3 de la tarde para rogarle a la Divina Misericordia por nosotros mismos, por nuestros familiares y por el mundo entero, rezando la Coronilla de la Divina Misericordia. Me despierto cada mañana diciendo: « ¡Jesús, en Ti confío! ». Hoy me alegro por cada día que llega, percibo la belleza del mundo que me rodea, de la naturaleza y sé que todo esto es un regalo de Dios. Jesús  Misericordioso « me creó de nuevo », me llenó de vida e infundió en mi corazón al Espíritu Santo, que me guía y me ayuda a vivir en la verdad y en la luz de la Palabra de Dios, la cual deseo ardientemente acoger y aplicar cada día en mis relaciones familiares, en el trabajo, con los vecinos, con mi marido y mis hijos. No es un camino fácil, porque a menudo tengo que renunciar a mí misma, pero, a pesar de ello: « lo puedo todo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13).

Mucho quisiera seguir contando todavía las gracias que recibí y sigo recibiendo, porque mi agradecimiento no tiene límites. Lo único que le puedo prometer a Jesús son estas palabras tomadas de Santa Faustina Kowalska:

« Cantaré eternamente la misericordia del Señor delante de todo el pueblo » (Diario de Santa Faustina Kowalska, núm. 522); pidiéndole a la vez la gracia de la devoción, la valentía para « ir a contracorriente », la gracia de la perseverancia y de un amor inmenso.

Editado de la revista Amaos, desde Subcarpacia (Polonia) Edyta.