En diciembre de 1984, el Papa Juan Pablo II publicó la Exhortación Apostólica Reconciliación y Penitencia, tras el Sínodo de los Obispos reunidos en Roma en 1983 sobre el tema "Reconciliación y penitencia en la misión de la Iglesia", ya que encontró un abandono casi total de este sacramento por los fieles. A continuación citamos los extractos de la Exhortación Apostólica de San Juan Pablo II (números 28-31), que nos recuerda los principales elementos de este sacramento:

El Sacramento de la Penitencia está en crisis. Y el Sínodo ha tomado nota de tal crisis. Ha recomendado una catequesis profunda, pero también un análisis no menos profundo de carácter teológico, histórico, psicológico, sociológico y jurídico sobre la penitencia en general y el Sacramento de la Penitencia en particular. Con todo esto ha querido aclarar los motivos de la crisis y abrir el camino para una solución positiva, en beneficio de la humanidad. Entre tanto, la Iglesia ha recibido del Sínodo mismo una clara confirmación de su fe respecto al Sacramento por el que todo cristiano y toda la comunidad de los creyentes recibe la certeza del perdón mediante la sangre redentora de Cristo.

Conviene renovar y reafirmar esta fe en el momento en que ella podría debilitarse, perder algo de su integridad o entrar en una zona de sombra y de silencio, amenazada como está por la ya mencionada crisis en lo que ésta tiene de negativo. Insidian de hecho al Sacramento de la Confesión, por un lado el obscurecimiento de la conciencia moral y religiosa, la atenuación del sentido del pecado, la desfiguración del concepto de arrepentimiento, la escasa tensión hacia una vida auténticamente cristiana; por otro, la mentalidad, a veces difundida, de que se puede obtener el perdón directamente de Dios incluso de modo ordinario, sin acercarse al Sacramento de la reconciliación, y la rutina de una práctica sacramental acaso sin fervor ni verdadera espiritualidad, originada quizás por una consideración equivocada y desorientadora sobre los efectos del Sacramento.

Por tanto, conviene recordar las principales dimensiones de este gran Sacramento.

« A quien perdonareis »

En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, viniendo como el Cordero que quita y carga sobre sí el pecado del mundo, aparece como el que tiene el poder tanto de juzgar como el de perdonar los pecados, y que ha venido no para condenar, sino para perdonar y salvar.

Ahora bien, este poder de perdonar los pecados Jesús lo confiere, mediante el Espíritu Santo, a simples hombres, sujetos ellos mismos a la insidia del pecado, es decir a sus Apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos » (Jn 20-22; Mt 18 18)

Es ésta una de las novedades evangélicas más notables. Jesús confirió tal poder a los Apóstoles incluso como transmisible — así lo ha entendido la Iglesia desde sus comienzos — a sus sucesores, investidos por los mismos Apóstoles de la misión y responsabilidad de continuar su obra de anunciadores del Evangelio y de ministros de la obra redentora de Cristo.

Aquí se revela en toda su grandeza la figura del ministro del Sacramento de la Penitencia, llamado, por costumbre antiquísima, el confesor.

Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los Sacramentos, el Sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa « in persona Christi ». Cristo, a quien él hace presente, y por su medio realiza el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias. […]

A este propósito debo recordar con devota admiración las figuras de extraordinarios apóstoles del confesionario, como San Juan Nepomuceno, San Juan María Vianney, San José Cafasso y San Leopoldo de Castelnuovo, citando a los más conocidos que la Iglesia ha inscrito en el catálogo de sus Santos. Pero yo deseo rendir homenaje también a la innumerable multitud de confesores santos y casi siempre anónimos, a los que se debe la salvación de tantas almas ayudadas por ellos en su conversión, en la lucha contra el pecado y las tentaciones, en el progreso espiritual y, en definitiva, en la santificación.

No dudo en decir que incluso los grandes Santos canonizados han salido generalmente de aquellos confesionarios; y con los Santos, el patrimonio espiritual de la Iglesia y el mismo florecimiento de una civilización impregnada de espíritu cristiano. Honor, pues, a este silencioso ejército de hermanos nuestros que han servido bien y sirven cada día a la causa de la reconciliación mediante el ministerio de la Penitencia sacramental.

El Sacramento del perdón

De la revelación del valor de este ministerio y del poder de perdonar los pecados, conferido por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores, se ha desarrollado en la Iglesia la conciencia del signo del perdón, otorgado por medio del Sacramento de la Penitencia. Este da la certeza de que el mismo Señor Jesús instituyó y confió a la Iglesia — como don de su benignidad y de su « filantropía » ofrecida a todos — un Sacramento especial para el perdón de los pecados cometidos después del Bautismo.

Y como dato esencial de fe sobre el valor y la finalidad de la Penitencia se debe reafirmar que Nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el Sacramento de la Penitencia, para que los fieles caídos en pecado después del Bautismo recibieran la gracia y se reconciliaran con Dios.

Algunas convicciones fundamentales

Las mencionadas verdades, reafirmadas con fuerza y claridad por el Sínodo, y presentes en las Propositiones, pueden resumirse en las siguientes convicciones de fe, en torno a las que se reúnen las demás afirmaciones de la doctrina católica sobre el Sacramento de la Penitencia.

I. La primera convicción es que, para un cristiano, el Sacramento de la Penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo. Ciertamente, el Salvador y su acción salvífica no están ligados a un signo sacramental, de tal manera que no puedan en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar fuera y por encima de los Sacramentos.

Pero en la escuela de la fe nosotros aprendemos que el mismo Salvador ha querido y dispuesto que los humildes y preciosos Sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su fuerza redentora. Sería pues insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de gracia y de salvación que el Señor ha dispuesto y, en su caso específico, pretender recibir el perdón prescindiendo del Sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón.

II. La segunda convicción se refiere a la función del Sacramento de la Penitencia para quien acude a él. Éste es, según la concepción tradicional más antigua, una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia, más que de estrecha y rigurosa justicia, de modo que no es comparable sino por analogía a los tribunales humanos, es decir, en cuanto que el pecador descubre allí sus pecados y su misma condición de criatura sujeta al pecado; se compromete a renunciar y a combatir el pecado; acepta la pena (penitencia sacramental) que el confesor le impone, y recibe la absolución.

Pero reflexionando sobre la función de este Sacramento, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio en el sentido indicado, un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como médico (Lc 5, 31-32), mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, « remedio de salud ». […]

Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento.

III. La tercera convicción, que quiero acentuar se refiere a las realidades o partes que componen el signo sacramental del perdón y de la reconciliación. Algunas de estas realidades son actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada uno o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea fructuoso.

Una condición indispensable es, ante todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia del penitente. Un hombre no se pone en el camino de la penitencia verdadera y genuina, hasta que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita en la intimidad del propio ser; hasta que no reconoce haber hecho la experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta que no dice no solamente « existe el pecado », sino « yo he pecado »; hasta que no admite que el pecado ha introducido en su conciencia una división que invade todo su ser y lo separa de Dios y de los hermanos.

El signo sacramental de esta transparencia de la conciencia es el acto tradicionalmente llamado examen de conciencia, acto que debe ser siempre no una ansiosa introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de vida, y con el Padre celestial, que nos llama al bien y a la perfección

La contrición

Pero el acto esencial de la Penitencia, por parte del penitente, es la contrición, o sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contrición, entendida así, es, pues, el principio y el alma de la conversión, de la metánoia evangélica que devuelve el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el Sacramento de la Penitencia su signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, « de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia »

Remitiendo a cuanto la Iglesia, inspirada por la Palabra de Dios, enseña sobre la contrición, me urge subrayar aquí un aspecto de tal doctrina, que debe conocerse mejor y tenerse presente. A menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en vista de un cambio radical de vida.

Pero es bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de apreciar.

Acusación de los pecados

Se comprende, pues, que desde los primeros tiempos cristianos, siguiendo a los Apóstoles y a Cristo, la Iglesia ha incluido en el signo sacramental de la Penitencia la acusación de los pecados. Esta aparece tan importante que, desde hace siglos, el nombre usual del Sacramento ha sido y es todavía el de confesión. Acusar los pecados propios es exigido ante todo por la necesidad de que el pecador sea conocido por aquel que en el Sacramento ejerce el papel de juez — el cual debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento del penitente — y a la vez hace el papel de médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo. 

Pero la confesión individual tiene también el valor de signo; signo del encuentro del pecador con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios.

La acusación de los pecados, pues, no se puede reducir a cualquier intento de autoliberación psicológica, aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, la cual es connatural al corazón humano; es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona.

Se comprende entonces por qué la acusación de los pecados debe ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que el pecado es un hecho profundamente personal. Pero, al mismo tiempo, esta acusación arranca en cierto modo el pecado del secreto del corazón y, por tanto, del ámbito de la pura individualidad, poniendo de relieve también su carácter social, porque mediante el ministro de la Penitencia es la Comunidad eclesial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado.

La absolución

Otro momento esencial del Sacramento de la Penitencia compete ahora al confesor juez y médico, imagen de Dios Padre que acoge y perdona a aquél que vuelve: es la absolución. Las palabras que la expresan y los gestos que la acompañan en el antiguo y en el nuevo Rito de la Penitencia revisten una sencillez significativa en su grandeza. La fórmula sacramental: « Yo te absuelvo... », y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios.

Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al mismo penitente como « misericordia más fuerte que la culpa y la ofensa », según la definición en la Encíclica Dives in misericordia.

Dios es siempre el principal ofendido por el pecado — « tibi soli peccavi » —, y sólo Dios puede perdonar. Por esto la absolución que el Sacerdote, ministro del perdón — aunque él mismo sea pecador — concede al penitente, es el signo eficaz de la intervención del Padre en cada absolución y de la « resurrección » tras la « muerte espiritual », que se renueva cada vez que se celebra el Sacramento de la Penitencia. Solamente la fe puede asegurar que en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misteriosa intervención del Salvador.

La satisfacción

La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la Penitencia. En algunos Países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia.

¿Cuál es el significado de esta satisfacción que se hace, o de esta penitencia que se cumple? No es ciertamente el precio que se paga por el pecado absuelto y por el perdón recibido; porque ningún precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la preciosísima Sangre de Cristo. Las obras de satisfacción — que, aún conservando un carácter de sencillez y humildad, deberían ser más expresivas de lo que significan — « quieren decir cosas importantes: son el signo del compromiso personal que el cristiano ha asumido ante Dios, en el Sacramento, de comenzar una existencia nueva (y por ello no deberían reducirse solamente a algunas fórmulas a recitar, sino que deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación).

Estos actos de la satisfacción incluyen la idea de que el pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón; recuerdan que también después de la absolución queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción. […]

El Sínodo ha ratificado en una de sus Propositiones la enseñanza inalterada que la Iglesia ha recibido de la más antigua Tradición, y la ley con la que ella ha codificado la antigua praxis penitencial: la confesión individual e íntegra de los pecados con la absolución igualmente individual constituye el único modo ordinario, con el que el fiel, consciente de pecado grave, es reconciliado con Dios y con la Iglesia. De esta ratificación de la enseñanza de la Iglesia, resulta claramente que cada pecado grave debe ser siempre declarado, con sus circunstancias determinantes, en una confesión individual.