San Pablo, un eminente teólogo judío y experto en la Ley de Moisés, se convenció de que la fe en Jesucristo resulta absolutamente necesaria para la salvación. Y escribió: « mas, sabiendo que el hombre es justificado, no por obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo, nosotros mismos hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley » ¿De dónde nace esta convicción suya que aviva nuestra fe?
El mismo S. Pablo nos lo aclara de la siguiente manera: « La fe, por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo » (Rom 10, 17). Sin predicación no hay fe y sin fe no hay salvación. Deberíamos, por lo tanto, escuchar a diario lo que Jesús tiene que decirnos.
En los países del tercer mundo, cada día están muriendo niños de hambre. Algo parecido sucede con nuestra alma: cuando no nos alimentamos con la palabra de Dios, estamos agonizando en el desierto. Creados a imagen y semejanza de Dios, necesitamos Su palabra más que el pan y el agua. Sediento y hambriento, después de haber pasado cuarenta días de ayuno en el desierto, nuestro Señor Jesucristo todavía afirmaba que « el hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios » (Mt 4, 4). Y gracias a Su obediencia a la palabra de Dios, venció a Satanás, que estaba intentando engañarle.
Si echamos mano de la palabra de Dios de forma esporádica, tenemos la tendencia de ajustar la voluntad divina a nuestra vida. Nos da la impresión de que Dios es como el « chico de los recados », cuya tarea principal es la de resolver nuestros asuntos. No obstante, cuando la leemos y escuchamos de un modo sistemático, descubrimos la verdad de la personalidad de Dios, Uno y Trino, que ha creado el mundo y lo gobierna mayestáticamente; pero, sin embargo, se inclina ante la miseria humana y nos tiende la mano para librarnos de esa mi-seria. Destinada a nosotros, la palabra de Dios nos transforma y despierta en nosotros el anhelo de adaptarnos a Su voluntad. Empezamos a desear librarnos de nuestros pecados y debilidades, queremos sentir la verdadera felicidad, para la cual Dios nos ha creado, y por eso queremos cumplir Su voluntad en nuestra propia vida para lograr la salvación. Para S. Pablo esto implica la necesidad de escuchar la palabra de Dios, a fin de lograr la fe necesaria para la salvación: « Ya que todo el que invoque el nombre del Señor se salvara Pero, ¿cómo invocarlo sin creer en Él? ¿Y cómo creer, sin haber oído hablar de Él? ¿Y cómo oír hablar de Él, si nadie lo predica? » (Rom 10, 13-14).
La palabra de Dios está viva; si de verdad queremos oírla y escucharla, tenemos que abrir-nos paso a través del caparazón de nuestro propio yo: « a mi me parece…; yo estoy seguro…; yo sé mejor… ». Tenemos que inclinarnos ante esta Palabra suave, silenciosa y tranquila dirigida a nosotros. Cuando te decides a leerla y escucharla regularmente, Jesús sale a tu encuentro con la luz del Espíritu Santo y remueve directamente tu corazón. Con el paso del tiempo, cada vez mas profundamente toca tu interior. No conseguirás darte cuenta de cuando tus pensamientos, deseos y obras queden deificados, en ese momento en el cual Jesús te toque. Comprobaras con asombro de cuantas cosas te ha sanado Jesucristo: a tu imaginación, de las imágenes pornográficas; a tus sentimientos, de los deseos impuros; a tu corazón, de la impureza; a tu pensamiento, del egoísmo y la soberbia. Vas a poder notar que actúa en ti una conciencia curada.
A la salvación se va por un camino angosto, pero no es un camino difícil cuando caminamos tras Jesús, escuchándole y siguiendo Sus huellas. Revista Amaos.