Es hora de apostar por verdaderas obras de caridad cristiana, depósitos en el cielo y en los fondos de limosna pura para con los pobres
La crisis económica y financiera aumenta la incertidumbre de nuestras decisiones económicas. Para los que disponen de un espíritu caritativo, decidir donde invertir, sin que ello suponga perder el sueño, se convierte en algo prioritario. Y aunque parezca difícil, existen opciones para colocar nuestro dinero en tiempos donde los mercados de valores y de la construcción están sumidos en la locura.
CUALQUIER INVERSIÓN en este mundo de locura tiene inconvenientes y la selección final dependerá de nuestras preferencias sobre la combinación de riesgo y rentabilidad de cada una. Dadas las circunstancias actuales, el objetivo es de "invertir" en aquello que nos dará la seguridad de atesorar riquezas en el cielo: la caridad con el necesitado, los depósitos de limosna hacia los pobres y los fondos de "inversión" con obras de caridad. Con todos ellos los "ahorros" están protegidos y, además, se puede ganar más de un ciento por uno con cada "inversión" al año. Recordemos que la limosna beneficia más al que la da que al que la recibe.
La mejor "inversión" del cristiano es la limosna al pobre. La Caridad es la base de toda espiritualidad cristiana, es el distintivo de los auténticos cristianos. El Catecismo de la Iglesia Católica, en el n. 1856, señala la importancia vital de la caridad para la vida cristiana. En esta virtud se encuentran la esencia y el núcleo del cristianismo, es el centro de la predicación de Cristo y es el mandato más importante. Jn 15, 12; 15,17; Jn 13,34. No se puede vivir la moral cristiana haciendo a un lado la caridad.
La caridad es la virtud sobrenatural por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Es la virtud por excelencia porque su objeto es el mismo Dios y el motivo del amor al prójimo es el mismo: el amor a Dios. Porque su bondad intrínseca, es la que nos une más a Dios, haciéndonos parte de Dios y dándonos su vida. 1 Jn. 4, 8
« El que tuviere bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra las entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios? »1 San Juan 3-17
Leemos en el Catecismo de la Iglesia, en el no. 2446, que no debemos confundir los deberes de caridad con los deberes de justicia. Sería, nos dice Pío XI, una equivocación querer suplir con obras de caridad los deberes de justicia. (QA no. 56 y DR no.49). Es así que mientras, por un deber de justicia, nos esforzamos por corregir a un sistema económico pernicioso que destruye al hombre, debemos también esforzarnos por ser caritativos.
A la caridad están obligados todos los hombres. Los que tienen mucho, mucho. Los que tienen poco, poco. Cada cual, según sus posibilidades, debe cooperar a remediar las necesidades de los que tienen menos.
Dice el Concilio Vaticano II, en la Gaudium et Spes, no. 98, que la limosna debe darse no sólo de los bienes superfluos, sino también de los necesarios. En el Nuevo Código de Derecho Canónico leemos: « Todos tienen el deber de promover la justicia social, así como ayudar a los pobres con sus propios bienes » CDC no. 222, 2.
« Para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente extraordinario y aparezca como tal, es necesario que se vea en el prójimo la imagen de Dios según la cual ha sido creado, y a Cristo Jesús a quien en realidad se ofrece lo que se da al necesitado; se considere con la máxima delicadeza la libertad y dignidad de la persona que recibe el auxilio; que no se manche la pureza de intención con ningún interés de la propia utilidad o por el deseo de dominar; se satisfaga ante todo a las exigencias de la justicia, y no se brinde como ofrenda de caridad lo que ya se debe por título de justicia; se quiten las causas de los males, no sólo los efectos; y se ordene el auxilio de forma que quienes lo reciben se vayan liberando poco a poco de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos. » (Concilio Vaticano II: Apostolicam Actuositatem: Decreto sobre el Apostolado de los Seglares,nº 8).
Para que la limosna sea auténticamente cristiana, debe tener ciertas cualidades. En primer lugar debe ser justa, es decir, hecha de los bienes que uno tiene y de los que legítimamente puede disponer. Nunca tendrá valor la limosna hecha con bienes de otros, como suele a veces suceder.
La limosna tiene que ser prudente, es decir, que se debe distribuir entre verdaderos necesitados, y se debe dar a aquellos pobres a los que realmente no les va a hacer más daño que bien. La limosna tiene que ser pronta, es decir, se debe dar a tiempo, y no "vuelve mañana".
La limosna debe darse con alegría, porque Dios quiere al que da alegremente. Debe ser secreta, no proclamada a los cuatro vientos, buscando la alabanza de los que la ven hacer. Debe también ser desinteresada, es decir, al hacer la limosna no buscar satisfacción humana, sino solamente el cumplimiento del precepto del amor al prójimo.
Por eso, como última cualidad, aunque debe ser la fundamental, señalemos que la limosna debe hacerse por amor al prójimo, y no por otros motivos más o menos humanamente legítimos, pero cristianamente no correctos.