Hoy, en una era de interconexión global, los desafíos que enfrentan los católicos en Estados Unidos son sustancialmente los mismos que en Europa: enfrentamos una visión política agresivamente laica y un modelo económico consumista que desembocan – en la práctica, si no con intención explícita – en un nuevo tipo de ateísmo incentivado por el Estado. […]
En los Estados Unidos, una nación que todavía es cristiana al 80 por ciento con altos niveles de práctica religiosa, las agencias de gobierno pretenden cada vez más dictar cómo es que los ministros de la Iglesia deben actuar, y pretenden así obligarlos a comportamientos capaces de destruir su identidad católica. Se han hecho esfuerzos para desalentar o criminalizar la expresión de algunas creencias católicas como si fueran "discursos de odio". Nuestros tribunales y administraciones cumplen actos recurrentes que minan el matrimonio y la vida de familia, y buscan eliminar de la vida pública los símbolos cristianos y los signos de su influencia.
En Europa, asistimos a tendencias semejantes, aunque marcadas de un desprecio más abierto por el cristianismo. Se burlan de los jefes de la Iglesia en los medios de comunicación y en los tribunales, simplemente porque explican las enseñanzas católicas.[…] Al inicio de este verano hemos asistido a formas de prevaricación no antes vistas en este continente desde los días del nazismo y de los métodos de policía soviéticos: el palacio arzobispal de Bruselas profanado por agentes gubernamentales, los obispos arrestados e interrogados por nueve horas sin las garantías legales, sus computadoras personales, teléfonos celulares y documentos decomisados. Hasta las tumbas de hombres de la Iglesia fueron violadas durante las pesquisas. Para la mayor parte de los estadounidenses, esta especie de calculada y pública humillación de jefes religiosos sería un ultraje y un abuso de poder por parte del Estado. Y esto no en virtud o por culpa de alguno de los líderes religiosos involucrados, ya que todos tenemos el deber de obedecer a las leyes justas. Más bien, el ultraje está en el hecho de que la autoridad civil, muestra desprecio por las creencias y los creyentes que son representados por sus jefes. [...]
El cardenal Henri de Lubac escribió una vez que "no es verdad que el hombre no puede organizar el mundo sin Dios. Lo que sí es verdad es que sin Dios [el hombre] puede al final organizarlo sólo contra el hombre. Un humanismo exclusivo es un humanismo inhumano".
Occidente se está ahora decididamente moviendo en dirección a este nuevo "humanismo inhumano". Y si la Iglesia quiere reaccionar en plena fe, debemos poner en práctica la lección que hemos aprendido bajo los regímenes totalitarios. Un catolicismo de resistencia debe fundarse en la fe en las palabras de Jesús: "La verdad os hará libres" (Jn 8, 32).
Vivir en la verdad significa vivir según Jesucristo y la Palabra de Dios en las Sagradas Escrituras. Significa proclamar la verdad del Evangelio cristiano, no sólo con nuestras palabras sino con nuestro ejemplo. Significa vivir cada día y cada momento con la sólida convicción de que Dios vive y que su amor es la fuerza que mueve la historia humana y el motor de cada auténtica vida humana. Significa creer que vale la pena sufrir y morir por las verdades del Credo.
Vivir en la verdad significa también decir la verdad y llamar a las cosas por su nombre. Y ello significa desenmascarar las mentiras según las cuales algunos hombres buscan forzar a los otros a vivir.
Dos de las más grandes mentiras en el mundo de hoy son estas: la primera, que el cristianismo ha sido de importancia relativamente menor en el desarrollo de Occidente; la segunda, que los valores y las instituciones occidentales pueden sostenerse sin basarse en los principios morales cristianos. […]
Tal vez se disminuya la magnitud del pasado cristiano de Occidente con las mejores intenciones,, con el deseo de promover una coexistencia pacífica en una sociedad pluralista. Pero más bien se hace para marginar a los cristianos y neutralizar el testimonio público de la Iglesia.
La Iglesia tiene el deber de denunciar y combatir esta mentira. Ser europeo o americano es ser heredero de una profunda síntesis cristiana del arte y de la filosofía griega, del derecho romano y de la verdad bíblica. Esta síntesis ha dado origen al humanismo cristiano que anima toda la sociedad occidental.
Sobre este punto podemos citar al estudioso y pastor luterano alemán Dietrich Bonhoeffer. Él escribió estas palabras en los meses previos a su arresto por parte de la Gestapo en 1943: "La unidad de Occidente no es una idea sino una realidad histórica, cuyo único fundamento es Cristo".
Nuestras sociedades en Occidente son cristianas por nacimiento y su supervivencia depende de la persistencia de los valores cristianos. Nuestros principios mayores y las instituciones políticas están fundadas, en gran medida, en la moral del Evangelio y en la visión cristiana del hombre y del poder. Hablamos por lo tanto no sólo de teología cristiana o de ideas religiosas. Estamos hablando de los fundamentos de nuestras sociedades: gobiernos representativos y separación de poderes; libertad de religión y de conciencia; y sobre todo dignidad de la persona humana.
Esta verdad respecto a la esencial unidad de Occidente tiene un corolario, que Bonhoeffer ha señalado: quitar a Cristo es remover el único fundamento confiable para nuestros valores, instituciones y modos de vida.
Esto significa que no podemos prescindir de nuestra historia por cualquier superficial preocupación de no ofender a nuestros vecinos no cristianos. No obstante las habladurías de los "nuevos ateos" no hay ningún riesgo de que el cristianismo sea impuesto por la fuerza a ningún pueblo en Occidente. Los únicos "estados confesionales" en el mundo de hoy son los de la esfera islámica o los de dictaduras ateas: regímenes que rechazan la creencia del Occidente cristiano en los derechos individuales y en el balance de poderes.
Quisiera observar que la defensa de los ideales occidentales es la única protección que nosotros y nuestros vecinos tienen para defenderse de una caída en nuevas formas de represión, ya sea por manos del Islam extremista o de tecnócratas laicistas.
Pero la indiferencia por nuestro pasado cristiano contribuye a la indiferencia por la defensa de nuestros valores e instituciones en el presente. Y esto me conduce a la segunda gran mentira según la cual vivimos hoy: la mentira de que no existe ninguna verdad inmutable.
El relativismo es hoy la religión civil y la filosofía pública de Occidente. De nuevo, los argumentos esgrimidos para sostener este punto de vista pueden parecer persuasivos. Dado el pluralismo del mundo moderno, puede parecer sensato que la sociedad quiera afirmar que ningún individuo o grupo tenga el monopolio de la verdad; que lo que una persona considera bueno y deseable no lo sea para otro; y que todas las culturas y las religiones deban ser respetadas como igualmente válidas.
Sin embargo, en la práctica constatamos que si no se cree en principios morales estables y en verdades trascendentes nuestras instituciones políticas y los lenguajes se vuelven instrumentos al servicio de una nueva barbarie.
En el nombre de la tolerancia se llega a tolerar la más cruel de las intolerancias; el respeto por otras culturas llega a imponer el desprecio de la nuestra; enseñar a "vivir y dejar vivir" justifica que los fuertes vivan a expensas de los débiles.
Este diagnóstico nos ayuda a entender una de las fundamentales injusticias en Occidente hoy: el crimen del aborto.
Se que la licencia del aborto es materia de leyes en casi todas las naciones de Occidente. En algunos casos, esta licencia refleja la voluntad de la mayoría y está confirmada por instrumentos legales y democráticos. Y soy consciente de que muchos, incluso dentro de la Iglesia, encuentran extraño que nosotros los católicos en Estados Unidos sigamos colocando la sacralidad de la vida prenatal tan al centro de nuestro espacio público.
Permítanme decirles por qué creo que el aborto es la cuestión crucial de nuestro tiempo.
Primero porque también el aborto tiene que ver con vivir en la verdad. El derecho a la vida es el fundamento de todos los demás derechos humanos. Si este derecho no es inviolable, ningún otro derecho puede ser garantizado.
O para decirlo más claramente: el homicidio es homicidio, sin importar cuan pequeña sea la víctima.
Hay otra verdad que muchas personas en la Iglesia no tiene bien en consideración. La defensa del neonato y de la vida prenatal es un elemento central de la identidad católica desde el tiempo de los apóstoles. […]
Lo prueban los más antiguos documentos de la historia de la Iglesia. En nuestros días – cuando la sacralidad de la vida está amenazada no sólo por el aborto, el infanticidio y la eutanasia, sino también por la investigación con embriones y por las tentaciones eugenésicas de eliminar a los débiles, los discapacitados y los ancianos enfermos – este aspecto de la identidad católica se vuelve más vital para nuestro ser discípulos.
El motivo por el que cito el aborto es este: su difundida aceptación en Occidente nos muestra que sin un fundamento en Dios o en una verdad altísima nuestras instituciones democráticas pueden convertirse muy fácilmente en armas contra nuestra misma dignidad humana.
Los valores que nos son queridos no pueden ser defendidos por la sola razón, o simplemente por sí mismos. No tienen ninguna auto-sostenibilidad o justificación "interna".
No hay ninguna lógica intrínseca o razón utilitaria por la que la sociedad deba respetar los derechos de la persona. Hay menos razones aún para reconocer los derechos de aquellos cuyas vidas imponen pesadas cargas a otros, como en el caso de los niños en el seno materno, de los enfermos terminales, o de los discapacitados físicos o mentales.
Si los derechos humanos no vienen de Dios, entonces dependen de convenciones arbitrarias entre hombres y mujeres. El mismo estado existe para defender los derechos de los hombres y mujeres y promover la expresión de los mismos. El estado no puede nunca ser fuente de estos derechos. Cuando el estado se atribuye a sí mismo este poder, también una democracia puede convertirse en totalitaria.
¿Qué es el aborto legalizado si no una forma de sustancial violencia que se disfraza de democracia? A la voluntad de poder del fuerte se le da la fuerza de la ley para asesinar al débil.
He allí la dirección en la que se mueve Occidente. [...] En los años sesenta Richard Weaver, un estudioso y filósofo social norteamericano, escribió: "Estoy absolutamente convencido de que el relativismo al final llevará a un dominio de la fuerza".
Tenía razón. Hay una suerte de "lógica interna" que conduce el relativismo a la represión. Esto explica la paradoja de cómo las sociedades occidentales pueden predicar tolerancia y respeto de las diferencias mientras agresivamente demuelen y penalizan la vida católica. El dogma de la tolerancia no puede tolerar la convicción de la Iglesia de que algunas ideas y comportamientos no deben ser tolerados porque nos deshumanizan. El dogma que todas las verdades son relativas no puede permitir el pensamiento de que algunas verdades pueden no serlo.
Las convicciones católicas que más profundamente irritan las ortodoxias de Occidente son las referentes al aborto, la sexualidad y el matrimonio entre hombre y mujer. Esto no es una casualidad. Estas convicciones cristianas dicen la verdad sobre la fertilidad, el significado y el destino del hombre.
Estas verdades son subversivas en un mundo que quiere que creamos que Dios no es necesario y que la vida humana no tiene ninguna naturaleza o fin intrínseco. Por lo tanto la Iglesia debe ser castigada porque, a pesar de todos los pecados y debilidades de su pueblo, ella es todavía la esposa de Jesucristo; es todavía una fuente de belleza, de significado y de esperanza que se niega a morir; es, en suma, la más irreducible y peligrosa hereje del nuevo orden mundial. [...]
No podemos y no debemos abandonar el duro trabajo de un diálogo honesto. Jamás. La Iglesia tiene siempre necesidad de buscar amistades, áreas de consenso y vías para llevar argumentos positivos y razonados en el espacio público. Pero es absurdo esperarse gratitudes o incluso respeto de los líderes culturales y políticos que dominan hoy. La imprudencia ingenua no es una virtud evangélica.
La tentación en toda edad de la Iglesia es la de buscar ponerse de acuerdo con el César. Y es muy cierto: la Escritura nos dice que respetemos y oremos por nuestros gobernantes. Debemos tener un gran amor por el país que llamamos patria. Pero no podemos jamás dar al César lo que es de Dios. Como primera cosa debemos obedecer a Dios; las obligaciones de las autoridades políticas vienen siempre en segunda instancia. [...]
Vivimos en un tiempo en el que la Iglesia está llamada a ser una comunidad creyente de resistencia. Debemos llamar a las cosas por su nombre verdadero. Debemos combatir el mal que vemos. Y - cosa más importante - no debemos ilusionarnos con la idea de que poniéndonos de acuerdo con las voces del laicismo y de la descristianización podemos de alguna manera mitigar o cambiar las cosas. Sólo la verdad puede hacer libre al hombre. Debemos ser apóstoles del Señor Jesús y de la verdad que Él encarna.
El reto del católico
Dos de las más grandes mentiras son: La primera, que el cristianismo ha sido de importancia relativamente menor en el desarrollo de Occidente; la segunda, que los valores y las instituciones occidentales pueden sostenerse sin basarse en los principios morales cristianos.
Vivimos en un tiempo en el que la Iglesia está llamada a ser una comunidad creyente de resistencia. Debemos llamar a las cosas por su nombre verdadero. Debemos combatir el mal que vemos. Y - cosa más importante - no debemos ilusionarnos con la idea de que poniéndonos de acuerdo con las voces del laicismo y de la descristianización podemos de alguna manera mitigar o cambiar las cosas. Sólo la verdad puede hacer libre al hombre. Debemos ser apóstoles de Jesucristo y de la verdad que Él encarna.
Bajo la mira
La visión del mundo derivada de la Ilustración que dio origen a las grandes ideologías del asesinato del siglo pasado sigue siendo muy viva. Su lenguaje es más suave, sus intenciones parecen más amables y su rostro es más amigable. Pero su impulso subyacente no ha cambiado: es decir, el sueño de construir una sociedad sin Dios, un mundo donde los hombres y las mujeres pueden vivir enteramente suficientes en sí mismos, satisfaciendo sus necesidades y deseos a través de su propio ingenio.