Galileo crepitaba en las llamas prendidas por la Iglesia (por toda la Iglesia) mientras gritaba ¡Eppure si muove!. No era más que uno de los millones de víctimas de la fanática persecución de las autoridades eclesiásticas que han supuesto el retraso en el Progreso (siempre con mayúsculas, claro) de la Humanidad. Una pobre víctima a las que podemos unir otros nombres como el de Miguel Servet, también dado muerte por la Inquisición Española por su contribución al avance de la Ciencia (también con mayúsculas y en modo absoluto).
Víctimas todas ellas precedidas por las codiciosas y asesinas campañas de las cruzadas, y continuadas con el exterminio de los indígenas en la Conquista de América. El fétido rastro de la Iglesia llega al siglo XX, en el que la encontramos aliándose con los poderosos contra los débiles. Podemos todavía estremecernos de la sombra que proyectan sus dirigentes, aliándose con los nazis, no hay mas que recordar cómo ayudó Pío XII a Hitler o ese tal Woijtila proponiendo como santos a una parte vencedora y represora de la Guerra Civil Española....bla,bla,bla.
Estas lindezas intelectuales están extraídas de profesores universitarios en plena clase y de medios de comunicación.
Por supuesto que lo de menos es que la producción científica más importante de Galileo fuese después de su affaire y que muriese de viejo y en cama (¡pero bueno, no le mató la Iglesia!). Tampoco debe tener ningún interés que a Servet lo matasen los Calvinistas, que la ciencia moderna existe gracias a la "oscura" Iglesia, que fuese la defensora de los indígenas, hasta el punto de que en Iberoamérica son mayoría, y no están en reservas como en los zoológicos. Que los mártires de la Guerra Civil murieron por su religión y fueron asesinados por pensar distinto de la "progresista" república. Que...Parece que se cumple aquello de Goebbels: una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.
En sentido estricto la Leyenda Negra fue propaganda de guerra contra la monarquía hispana, y por extensión a la Iglesia de quien se constituyó valedora. Fue una mezcla de hechos probables y mente calenturienta que contó con una campaña de difusión abrumadora, hasta el punto de constituirse en lugar común en muchos países anglófonos y francófonos. En éste capítulo extenderemos el concepto de Leyenda Negra a una serie de fabulaciones más errores históricos más ignorancia acerca de la Iglesia.
¿Quiere decir ésto que los hechos no ocurrieron?. Los hechos son los hechos y los datos son los datos. Valga como ejemplo los primeros párrafos. No creo que a estas alturas ningún católico se escandalice por actuaciones de sus mayores. A mi personalmente me reconforta saber que aún así la Iglesia es Santa; ya uno de los Doce Le entregó y el que iba a ser su vicario le negó tres veces, por lo tanto qué será de los demás. Ahondando en esta cuestión tenemos recientemente el documento Memoria y Reconciliación con ocasión del Jubileo de 2000, en el que en un acto sin precedentes la Iglesia pide perdón por actuaciones de sus hijos (el perdón se da sin recibir nada a cambio, si no sería un trueque o un pacto, por que si no estaríamos sentados esperando a que lo hiciesen los demás). A este documento también le dedicaremos una serie de artículos. Pero se pide perdón de hechos reales y contextualizados, no de invenciones ni de calumnias.
Para salir al paso de tales calumnias únicamente hace falta un poco de ganas de conocer la verdad, huyendo de que nos tachen de revisionistas, o acomplejados a lo políticamente correcto.
Sentimientos de culpa
Al cabo de tres días de fatigoso viaje en común, Léo Moulin, de ochenta y un años, aparece fresco, elegante, atento y tan cordial como siempre. Moulin, profesor de Historia y Sociología en la Universidad de Bruselas durante medio siglo, autor de decenas de libros rigurosos y fascinantes, es uno de los intelectuales más prestigiosos de Europa. Es quizás quien mejor conoce las órdenes religiosas medievales, y pocos sienten tanta admiración por la sabiduría de aquellos monjes como él. A pesar de haberse distanciado de las logias masónicas en las que militó (« A menudo -me dice- afiliarse a ellas es condición indispensable para hacer carrera en universidades, periódicos o editoriales: la ayuda mutua entre los "hermanos masones" no es un mito, es una realidad aún vigente »), sigue siendo un laico, un racionalista cuyo agnosticismo bordea el ateísmo.
Moulin me encomienda que repita a los creyentes uno de sus principios, madurado a lo largo de una vida de estudio y experiencia: « Haced caso a este viejo incrédulo que sabe lo que se dice: la obra maestra de la propaganda anticristiana es haber logrado crear en los cristianos, sobre todo en los católicos, una mala conciencia, infundiéndoles la inquietud, cuando no la vergüenza, por su propia historia. A fuerza de insistir, desde la Reforma hasta nuestros días, han conseguido convenceros de que sois los responsables de todos o casi todos los males del mundo. Os han paralizado en la autocrítica masoquista para neutralizar la crítica de lo que ha ocupado vuestro lugar. »
Feministas, homosexuales, tercermundialistas y tercermundistas, pacifistas, representantes de todas las minorías, contestatarios y descontentos de cualquier ralea, científicos, humanistas, filósofos, ecologistas, defensores de los animales, moralistas laicos: « Habéis permitido que todos os pasaran cuentas, a menudo falseadas, casi sin discutir. No ha habido problema, error o sufrimiento histórico que no se os haya imputado. Y vosotros, casi siempre ignorantes de vuestro pasado, habéis acabado por creerlo, hasta el punto de respaldarlos. En cambio, yo (agnóstico, pero también un historiador que trata de ser objetivo) os digo que debéis reaccionar en nombre de la verdad. De hecho, a menudo no es cierto. Pero si en algún caso lo es, también es cierto que, tras un balance de veinte siglos de cristianismo, las luces prevalecen ampliamente sobre las tinieblas. Luego, ¿por qué no pedís cuentas a quienes os las piden a vosotros? ¿Acaso han sido mejores los resultados de lo que ha venido después? ¿Desde qué púlpitos escucháis, contritos, ciertos sermones? » Me habla de aquella Edad Media que ha estudiado desde siempre: « ¡Aquella vergonzosa mentira de los "siglos oscuros", por estar inspirados en la fe del Evangelio! ¿Por qué, entonces, todo lo que nos queda de aquellos tiempos es de una belleza y sabiduría tan fascinantes? También en la historia sirve la ley de causa y efecto... »
Pienso en el historiador de Bruselas mientras atravieso en coche, la periferia de Milán una mañana cualquiera. Aquí, como en toda periferia urbana, un Dante contemporáneo podría ambientar uno de los círculos de su infierno: ruidos ensordecedores, olores mefíticos, montones de escombros y desechos, aguas envenenadas, aceras obstruidas por vehículos aparcados, escarabajos y ratas, cemento enloquecido, briznas de hierba tóxica. Por doquier adviertes la ira y el odio de unos contra otros: automovilistas contra camioneros, peatones contra motorizados, compradores contra vendedores, septentrionales contra meridionales, italianos contra extranjeros, obreros contra patrones, hijos contra padres. La degradación se instala en los corazones mucho antes que en el ambiente.
Al fin, la meta: el gran monasterio, la antigua casa religiosa. Aliviado por librarme del coche atravieso el portón. De golpe, el mundo cambia a mi alrededor. Un gran patio de una antigüedad de siglos, cerrado en todos sus lados por un soportal, sosiega el ánimo con la armonía de sus arcos. El silencio, la belleza de los frescos, el ritmo de las edificaciones, la frescura de las sombras. Más allá del patio se ve un amplio jardín, último reducto en cuyos árboles se ha refugiado todo lo que sobrevive o vuela en la tierra desolada de las inmediaciones. La hospitalidad de los religiosos te hace sentir que esa gente, pese a todo, intenta hacer el bien y cree que todavía es posible amar.
Con una mezcla de ironía y angustia, pienso en la venganza de la historia de los últimos dos siglos, poblados por gente diversa pero unida por un furioso intento de suprimir los signos cristianos, empezando por las congregaciones religiosas; por la necesidad de destruir con éstas esos lugares de paz y belleza, vistos como inmundos rincones de oscurantismo, anacrónicos obstáculos en la senda sobre la que edificar el soñado « nuevo mundo ».
Ahora, más allá del muro que resguarda el jardín, tenemos el fruto del radiante mañana prometido. Jamás el mundo, en nombre de la humanidad, se volvió más inhumano. Se han truncado las expectativas: la realidad y la esperanza de un mundo más habitable perduran -pero ¿por cuánto tiempo?- en estos residuos religiosos que han sobrevivido (por milagro, por azar, por obstinación de los cristianos, que resurgen cada vez que son eliminados) a la furia de los « iluminados ». Sus hijos y nietos se refugian también aquí para lamentarse de todo cuanto se ha perdido. Y para alegrarse de que se haya salvado algo de la rabia de los destructores.
Si por el fruto se reconoce al árbol, quizá haya que extraer alguna conclusión de ello, aunque sea para proseguir con la admonición de Moulin, el viejo historiador agnóstico, a los creyentes: « causa y efecto... ». También nosotros tenemos nuestros esqueletos en el armario; y ojo con querer disimularlo. La realidad cristiana siempre mezcla lo divino con lo humano; la Iglesia es casta et meretrix, según sentencian los Padres. Y así son y fueron siempre sus hijos. Pero miremos también a nuestro alrededor, ya no tan avergonzados e intimidados. La caridad no es posible sin la verdad; para nosotros y para los demás.