Este es un resumen de un libro [1] escrito en 1932, "La Vierge Marie dans le Royaume de la Divine Volonté" (La Virgen María en el Reino de la Divina Voluntad en español), que comprende meditaciones para los 31 días del mes de mayo y octubre, dictadas por la Virgen María a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta, que nos da una pequeña idea de hasta qué punto María fue una estrecha colaboradora en el plan de Dios para la salvación de la humanidad y, como su Hijo Jesús, es el perfecto ejemplo y modelo de una vida vivida en la Divina Voluntad. A continuación, algunos extractos del libro:
Hija mía, el mismo amor infinito de Dios, que quiso servirse de mí para hacer descender el Verbo Eterno a la tierra para la Redención, me confía ahora el difícil y sublime mandato de formar a los hijos del Reino de la Divina Voluntad en la tierra.
Con cuidado maternal, me puse a la tarea de preparar el camino que te llevará a este feliz Reino.
Dios quiere dar a conocer a las almas los esplendores de su Divina Voluntad y las maravillas que puede realizar en las almas si aceptan vivir en ella. Dios quiere proponerme como modelo a todos, yo que he tenido el honor de vivir toda mi vida en la Divina Voluntad.
Sabe, hija mía, que tan pronto como fui concebida y la Santísima Trinidad se deleitó ante mi pequeño ser, el Cielo y la tierra celebraron en mi honor y me reconocieron como su Reina... Mientras todo sonreía y celebraba entre la Santísima Trinidad y yo, comprendí que todo lo que me sucedía debía ser sancionado por una prueba que tendría que superar... La Divina Voluntad me pidió como prueba que le entregara mi voluntad humana. Me dijo : "No te pido, como a Adán, que me concedas una fruta. ¡No y no ! Lo que te pido es tu propia voluntad. La conservarás, pero vivirás como si no la tuvieras, poniéndola bajo el dominio total de mi Divina Voluntad, que será tu vida y que podrá disponer de ti como quiera.
Todo se lo debo a Dios y sólo a Él. Todos los sublimes privilegios, que asombran al cielo y a la tierra y con los que la santa Iglesia me honra tanto, no son otra cosa que los frutos de la Divina Voluntad que siempre ha habitado y reinado en mí. Por eso deseo tanto que esta Divina Voluntad sea conocida por toda la tierra.
Cuando el Ser Supremo me preguntó por mi voluntad humana, comprendí todo el mal que esta voluntad puede hacer en la criatura y cómo pone en peligro todo, incluso las más bellas obras del Creador.
Con su propia voluntad, el ser humano es vacilante, débil y desordenado. Esto es así porque al crear al hombre, Dios quiso que la voluntad humana estuviera en simbiosis con su Voluntad Divina para que esta última fuera su fuerza, su motor, su soporte, su alimento y su vida. Al no aceptar que la Voluntad Divina es la vida de nuestra voluntad, estamos descartando los privilegios y derechos que Dios quiso para nosotros al crearnos.
¡Oh, qué bien he comprendido el grave error que cometen las criaturas y las desgracias que se acarrean cuando desechan la Voluntad Divina de sus vidas ! La idea de hacer mi propia voluntad me sumió en un miedo espantoso, que estaba justificado ya que, de hecho, también Adán había sido creado inocente y, al hacer su propia voluntad, se había sumado en innumerables desgracias y, con él, todas las generaciones que le siguieron.
Por eso yo, tu Madre, llena de extremo temor pero, mucho más, llena de amor por mi Creador, he jurado no hacer nunca mi voluntad. Y, para estar seguro de que nunca rompería mi promesa y para atestiguar mejor mi sacrificio a quien me había dado tantas gracias y privilegios, tomé mi voluntad humana y la até al pie del Trono divino como un continuo tributo de amor y sacrificio a mi Creador, prometiendo no hacer nunca uso de mi voluntad, sino siempre de la suya.
Hija mía, puede parecerte que mi sacrificio de vivir sin usar mi voluntad humana no fue difícil. Fue todo lo contrario. No hay sacrificio más difícil.
Todos los demás sacrificios pueden considerarse como sombras en comparación con éste. Sacrificarse durante un día según la ocasión es sencillo, pero sacrificarse en todo momento, en todos los actos, incluidos los virtuosos, y eso durante toda la vida, no dando ni una sombra de vida a su voluntad, es el sacrificio de los sacrificios. Es tan grande que Dios no puede pedir uno mayor a la criatura y la criatura no puede hacer uno mayor para su Creador.
Dios esperaba que saliera victorioso de mi prueba (es decir, que una criatura viviera sin su propia voluntad para reparar los males del género humano) para conceder su clemencia y misericordia al género humano.
Dios me pidió una prueba que no había pedido a nadie más. Lo hizo justa y sabiamente, pues como el Verbo Eterno iba a descender a mí, habría sido impropio que Él encontrara en mí la falta original ; habría sido igualmente impropio que una voluntad humana operara en mí.
Por eso Dios me pidió mi propia voluntad como prueba, no sólo por un tiempo, sino por toda mi vida, para que la vida de la Divina Voluntad en mi alma estuviera asegurada. Una vez hecho esto, Dios podía cumplir en mí todos sus deseos según su conveniencia. Podía darme todo y, puedo decir, que no me negó nada.
¿Quién podría decir lo que la Voluntad Divina hizo en mí ? Me elevó a tal altura y me hizo tan hermosa que los ángeles se quedaron sin palabras, sin saber por dónde empezar cuando quisieron hablar de mí.
Ahora, mi querida hija, debes saber que tan pronto como la Divina Voluntad me hizo tomar posesión de todo, sentí que poseía no sólo todas las cosas sino también todos los seres. Por su poder, inmensidad e infinidad, Dios encerró a todas las criaturas en mi alma y sentí que tenía un lugar en mi Corazón para cada una de ellas.
La Santísima Trinidad hace de María su Secretaria
Mi Concepción superó todas las maravillas de la Creación, y por eso el Creador quiso que el Fiat que pronunció sobre mí fuera en seis etapas, como con toda la Creación. En el momento en que tomé posesión del Reino de la Divina Voluntad, las etapas en mí llegaron a su fin y la vida plena de la Divina Voluntad comenzó en mi alma. ¡Oh, en qué alturas divinas me colocó el Altísimo ! El Padre Celestial, el Hijo y el Espíritu Santo amaban ardientemente tenerme en sus brazos para acariciar a su hijita... Saboreaban las olas de amor divino, las fragancias castas y las alegrías indecibles que provenían del cielo que su Divina Voluntad había formado en la pequeñez de mi ser, tanto que repetían : "Toda bella, toda pura y toda santa es nuestra hijita". Sus palabras son cadenas que nos atan, sus miradas son dardos que nos atraviesan, los latidos de su corazón son flechas que nos hunden en el amor delirante".
El resplandor de su Divina Voluntad que emanaba de mí nos hacía inseparables. Me llamaron nuestra hija invencible que saldrá victoriosa de todo, incluso de nuestro Ser divino.
En un exceso de amor por mí, la Santísima Trinidad me dijo : "Amada hija, nuestro amor por ti se ahogará si no te contamos nuestros secretos. Por lo tanto, la hacemos nuestra secretaria. Queremos confiarte nuestras penas y nuestros decretos. Cueste lo que cueste, queremos salvar al hombre. Vean cómo se dirige al precipicio. Sus rebeldías le llevan continuamente al mal. Porque no tiene en él la vida, la fuerza y el apoyo de la Voluntad Divina, se desvía de los caminos de su Creador y se arrastra por la tierra en la debilidad, la enfermedad y todos los vicios.
"No hay otra forma de salvarlo que el descenso a la tierra del Verbo Eterno, que tomará su apariencia humana, con sus miserias y pecados. El Verbo Eterno se convertirá en su hermano, lo conquistará a fuerza de amor y sufrimiento ; le dará tal confianza que lo hará volver a nuestros brazos paternales. ¡Oh, cómo nos aflige el destino del hombre ! Nuestra pena es inmensa y no podemos confiar la tarea a nadie más. Al no tener la Voluntad Divina en su interior, el hombre no puede comprender ni nuestros sufrimientos ni la grave maldad del hombre caído en el pecado.
"A ti que posees nuestra Divina Voluntad, se te da la posibilidad de entender esto. Por eso, como nuestra Secretaria, queremos revelarte nuestros secretos y poner en tus manos el cetro de mando para que domines y gobiernes todo. Tu dominio será capaz de convencer a Dios y a los hombres y traerlos de vuelta a nosotros como nuestros hijos regenerados en tu Corazón maternal".
¿Quién podría decir, mi querida hija, lo que mi Corazón sintió ante estas divinas palabras ? Un intenso sufrimiento me invadió y resolví, a riesgo de mi vida, conquistar a Dios y a las criaturas, y reunirlos. (...)
Aunque en ese momento no sabía que iba a convertirme en la Madre del Verbo Divino, sentí que surgía en mí una doble maternidad : una maternidad hacia Dios para defender sus justos derechos y una maternidad hacia las criaturas para garantizar su seguridad. Me sentí la madre de todos. La Divina Voluntad, que reinó en mí y que no sabe hacer las cosas a medias, puso en mí todas las criaturas de todos los siglos.
María entra en el Templo
Cuando sólo tenía tres años, mis padres me dijeron que querían consagrarme al Señor y enviarme a vivir al Templo.
Mi corazón exultó de alegría ante la noticia de que iba a ser consagrado y a pasar mi vida en la casa de Dios.
Sin embargo, mi alegría iba acompañada de una gran pena : la de tener que privarme de mis padres, las personas más queridas en la tierra.
Yo era pequeño, necesitaba sus cuidados paternos y maternos. Además, me iba a privar de la compañía de dos grandes santos.
También me di cuenta de que ellos mismos se verían privados de mí, su hijo que llenaba sus vidas de tanta alegría y felicidad. Sintieron dolor hasta el punto de morir.
A pesar de este sufrimiento, estaban dispuestos a realizar esta hazaña. Su amor por mí era divino. Me veían como un regalo de Dios y eso les daba fuerzas para hacer un sacrificio tan grande.
Por eso, hija mía, si quieres tener la fuerza invencible para sufrir las penas más dolorosas, considera todas las cosas que te conciernen como divinas, como dones preciosos del Señor.
Después de doce años en el Templo, María se casó con José
Continué mi vida en el Templo mientras hacía mis pequeñas visitas allá en mi patria celestial. Estaba ejerciendo mis derechos como hija para visitar a mi divina Familia. Cuál fue mi sorpresa cuando, en una de mis visitas, las Personas divinas me hicieron saber que era su Voluntad que dejara el Templo y me uniera por los lazos del matrimonio a un hombre santo llamado José -conforme a las costumbres de aquel tiempo- para ir a vivir con él en una casa de Nazaret.
Con esta petición, me pareció que Dios quería ponerme a prueba. Nunca había amado humanamente a nadie en la tierra, y como la Voluntad Divina llenaba todo mi ser, mi voluntad humana nunca había realizado ningún acto humano. ¿Cómo podría amar a un hombre de forma humana, incluso a un hombre muy santo ?
Es cierto que amaba a todos y que mi amor por todos era maternal. El nombre de cada uno estaba escrito en mi corazón de madre con letras indelebles de fuego. Pero todo esto estaba en el orden divino. El amor humano, comparado con el divino, es como una sombra, un átomo de amor.
Sin embargo, querida hija, lo que podía parecerme contradictorio con la santidad de mi vida, Dios lo utilizó admirablemente en la consecución de sus propósitos concediendo a la humanidad la gracia que tan ardientemente deseaba para ella : la de la venida del Verbo Divino a la tierra.
Además, Dios me garantizó así la protección para que nadie pudiera dudar de mi integridad. San José iba a ser el cooperador que aportara el mínimo humano indispensable, el eco de la paternidad divina en la formación de nuestra pequeña familia terrenal.
En consecuencia, a pesar de mi sorpresa, dije Fiat inmediatamente, sabiendo que la Divina Voluntad nunca me perjudicaría ni pondría en riesgo mi santidad. Si hubiera querido hacer un acto de mi voluntad humana, incluso por no querer conocer a un hombre, habría frustrado los planes divinos sobre la venida del Verbo a la tierra.
Salí del Templo con el mismo valor que cuando llegué allí, sólo para cumplir la Voluntad Divina. Fui a Nazaret, pero no encontré allí a mis queridos y santos padres. Durante el viaje sólo me acompañó San José, al que veía como un ángel de la guarda dado por Dios, aunque también me acompañaba una cohorte de ángeles. (...)
Debo decirte que San José y yo nos miramos con reserva y modestia ; nuestros corazones estaban pesados porque cada uno de nosotros quería hacer saber al otro que habíamos hecho un voto de virginidad perpetua a Dios. Finalmente, se rompió el silencio y cada uno de nosotros declaró este hecho. ¡Oh, qué felices nos sentimos ! Dando gracias al Señor, nos prometimos vivir como hermanos. Fui muy considerada al servirle. Nos miramos con reverencia y una gran paz reinó entre nosotros.
Y el Verbo se hizo carne
Mis oraciones eran incesantes (por la venida del Mesías), y mientras rezaba en mi pequeña habitación, un ángel me fue enviado desde el Cielo como mensajero del gran Rey. Se puso delante de mí y, inclinándose, me saludó diciendo : "Salve, oh María, nuestra Reina. La Divina Voluntad te ha colmado de gracias. Ella ha pronunciado su fiat para que el Verbo Divino descienda a la tierra. Está listo, está detrás de mí, pero desea tu fiat para que su Fiat se cumpla en ti".
Ante este anuncio tan sublime y tan deseado por mí, aunque nunca me había creído la elegida, me quedé atónita y dudé por un momento. Pero el ángel del Señor me dijo : "Reina nuestra, no temas, has encontrado el favor de Dios, has conquistado a tu Creador ; por tanto, para que la victoria sea completa, pronuncia tu Fiat.
Pronuncié mi Fiat y, oh maravilla, los dos Fiat se fusionaron, lo que dio lugar al descenso del Verbo Divino en mí. Mi fiat, al que Dios dio el mismo valor que el suyo, dio vida a la pequeña Humanidad del Verbo Divino, a partir de la semilla que fue mi humanidad.
Así se cumplió el gran prodigio de la Encarnación. En cuanto la pequeña Humanidad de Jesús fue concebida, conoció todos los sufrimientos que iba a asumir durante toda su vida terrenal. Jesús encerró en sí mismo a todas las almas, pues, siendo Dios, nadie podía escapar de Él.
Su inmensidad divina encerraba a todas las criaturas y su omnisciencia las hacía presentes. Así mi Jesús, mi Hijo, sintió todo el peso y la pesada carga de los pecados de todas las criaturas.
Y yo, Su Madre, lo seguí en todo esto y sentí en mi Corazón materno sus sufrimientos. Además, era consciente de todas las almas que, como Madre y al lado de Jesús, iba a generar a la gracia, a la luz y a la nueva vida que mi querido Hijo venía a traer a la tierra.
La pasión y la muerte de Jesús
En un exceso de amor, y no queriendo dejar a sus hijos, mi querido Hijo acababa de instituir el sacramento de la Eucaristía, para que todo el que lo desee pueda poseerlo.
Mi querida hija, mi Hijo estaba así a punto de volar a su patria celestial. La Divina Voluntad me lo había dado, era en ella donde lo había recibido y era en ella donde lo iba a dejar ir. Mi corazón estaba hecho pedazos. Mares de dolor me inundaron.
Mi querida hija, mi corazón estaba abrumado por el sufrimiento. La sola idea de que mi Hijo, mi Dios, mi Vida, iba a morir era más que la muerte para tu Mamá. Sin embargo, sabía que tenía que seguir viviendo. ¡Qué tortura ! ¡Qué profundas laceraciones atraviesan mi Corazón de cabo a rabo !
Qué tortura experimenté cuando vi su rostro tan pálido y triste como la muerte y me dijo con voz al borde de los sollozos : "¡Adiós, mamá ! Bendice a tu Hijo y dame permiso para morir. Como fue por mi Fiat divino y por el tuyo que fui concebido, debe ser por estos dos Fiat que moriré. Rápido, oh mi querida Madre, pronuncia tu Fiat y dime : "Te bendigo y te doy permiso para morir crucificado". Así lo quiere la Voluntad Eterna y la mía". ¡Qué dolor insoportable hicieron surgir estas palabras en mi corazón !
Sin embargo, debo decir que no había ningún sufrimiento impuesto en nosotros : todo era voluntario. Entonces, nos bendecimos mutuamente y, intercambiando nuestras miradas consternadas, mi querido Hijo, mi dulce Vida, me dejó.
Y yo, tu afligida madre, me quedé. Sin embargo, los ojos de mi alma nunca lo perdieron de vista. Le seguí al Huerto en su espantosa Agonía... Sus dolores se reflejaron en mi Corazón licuado por el sufrimiento y el amor : sentí sus sufrimientos más que si hubieran sido los míos. (...)
Finalmente, le seguí hasta el Calvario, donde, en medio de un dolor inaudito y de horribles contorsiones, fue clavado en la cruz y resucitado. Sólo entonces se me permitió estar al pie de la cruz. Y desde allí recibí de los labios de mi Hijo moribundo el don de todos mis hijos, y el sello de mi maternidad sobre todas las criaturas. Poco después, en medio de espantosos espasmos, expiró.
Tan pronto como mi Hijo exhaló su último aliento, triunfante, glorioso y exultante, descendió al limbo, esa prisión donde se encontraban todos los patriarcas, los profetas, el primer padre Adán, el querido San José, mis santos padres y todos los que se salvaron en virtud de los méritos del futuro Redentor. Era inseparable de mi Hijo. Ni siquiera la muerte podría separarme de él. Así, a pesar de mi gran aflicción, le seguí al limbo. Fui espectador de la gran fiesta que esta multitud de personas brindó a mi Hijo, que tanto había sufrido y cuyo primer gesto después de su Pasión fue para ellos, para beatificarlos y llevarlos con él a la gloria celestial.
Hija mía, ¡cómo hubiera deseado tu presencia en el momento de la Resurrección de mi Hijo ! Era todo majestuosidad. Su Divinidad, unida a su alma, hizo brotar mares de luz y belleza, de modo que el cielo y la tierra se llenaron de ellos. Triunfante, haciendo uso de su poder, ordenó a su Humanidad muerta que recibiera de nuevo su alma y resucitara a una vida inmortal. ¡Qué acto tan solemne ! Mi querido Jesús triunfó sobre la muerte al decir : "¡Muerte, ya no estarás muerta, sino viva !".
Con este acto triunfal confirmó que era hombre y Dios, confirmó su doctrina, sus milagros, la vida de los sacramentos y toda la vida de la Iglesia. No sólo eso, sino que triunfó sobre las debilitadas voluntades humanas, casi muertas para el bien, para introducir en ellas la vida de la Voluntad Divina, que debía traer a las criaturas la plenitud de la santidad y de todo el bien. Al mismo tiempo, sembró en todos los cuerpos la semilla de su resurrección a la gloria eterna. Hija mía, la Resurrección de mi Hijo lo contiene todo, lo dice todo, lo confirma todo ; es el acto más solemne que hizo por amor a las criaturas.
[1] https://www.carrefourdivinevolonte.com/doc/viergemarie.pdf