Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestiduras de ovejas, mas por dentro son lobos rapaces. (Mt 7, IS.)
Si alguno viene a vosotros y no lleva esa doctrina, no le recibáis en casa ni le saludéis, pues el que le saluda comunica en sus malas obras. (2Jn 10.)
El padre Demaris, que veía a los fieles amenazados de quedarse sin sacerdotes, su caridad, aunque encarcelado, le hizo escribir, por requerimiento de ellos y para su consuelo, la Regla de Conducta que sumarizo, en algunos extractos :
Mis queridos hijos : Pedís una regla de conducta. Voy a mostrárosla y a tratar de llevar a vuestras almas el consuelo que necesitáis. Jesucristo, el modelo de los cristianos, nos enseña con su conducta lo que debemos hacer en los penosos momentos en que nos hallamos.
Todo lo que veis, todo lo que oís, es atemorizador. Pero consolaos : se está cumpliendo la voluntad de Dios. Vuestros días están contados, su Providencia gravita sobre vosotros. Amad a esos hombres que la humanidad presenta como bestias salvajes. Son instrumentos que el cielo utiliza para sus designios y, como un mar enfurecido, no traspasarán el límite prescripto contra las olas que oscilan, se agitan y amenazan.
Os diré pues lo que San Pedro dijo a los primeros fieles : "Es una gracia que por consideración a Dios se soporten dolores injustamente padecidos.
Los discípulos de Jesucristo, en su fidelidad a Dios, son fieles a su patria, y plenos de sumisión y respeto hacia las autoridades. Abroquelados en sus principios, con una conciencia irreprochable, adoran la voluntad de Dios. No han de huir cobardemente de la persecución. Cuando se ama la cruz, se es audaz para abrazarla y el amor mismo nos regocija. La persecución es necesaria para nuestra íntima unión con Jesucristo. Puede desatarse a cada instante, pero no siempre tan meritoria ni tan gloriosa".
He aquí, mis queridos hijos, cuáles deben ser vuestras disposiciones. El escudo de la fe debe armarnos, la esperanza sostenernos y la caridad dirigirnos en todo. Si en todo y siempre hay que ser simples como las palomas y prudentes como las serpientes, tanto más cuando somos afligidos a causa de Jesucristo.
Os recordaré ahora una máxima de San Cipriano que, en estos momentos, debe ser la regla de vuestra fe y vuestra piedad : "No busquemos demasiado, dice este ilustre mártir, la ocasión del combate y no la evitemos demasiado. Aguardémosla de la orden de Dios y esperemos todo de Su Misericordia. Dios requiere de nosotros más bien una humilde confesión que un testimonio demasiado audaz".
La humildad es toda nuestra fuerza. Esta máxima nos invita a meditar sobre la fuerza, la paciencia e incluso la alegría con que los santos sufrieron.
Ved lo que San Pablo dice. Os convenceréis de que cuando uno está animado por la fe, los males no nos afectan más que en lo exterior y no son más que un instante de combate que la victoria corona. Esta verdad consoladora sólo puede ser apreciada por el justo.
Amar a Dios y no temer más que a Él es patrimonio del pequeño número de los elegidos. Este amor y este temor forma a los mártires, desapegando a los fieles del mundo y apegándolos a Dios y a Su Santa Ley.
Para mantener este amor y temor en sus corazones, velad y orad, incrementad vuestras buenas obras y unid a ello las instrucciones edificantes de que los primeros fieles nos dieron ejemplo.
Por legítima que sea vuestra desolación, no olvidéis que Dios es vuestro Padre y que, si permite que carezcáis de los mediadores instituidos por El para dispensar sus misterios, no cierra por eso los canales de Sus gracias y Sus misericordias. No busquemos más que la verdad y nuestra salvación en la abnegación de nosotros mismos, en nuestro amor a Dios y en una perfecta sumisión a Su voluntad.
Vosotros conocéis la eficacia de los sacramentos, sabéis la obligación a nosotros impuesta de recurrir al sacramento de la penitencia para purificarnos de nuestros pecados. Pero para aprovechar de estos canales de misericordia se necesitan ministros del Señor. ¡En la situación en que estamos, sin culto, sin altar, sin sacrificio, sin sacerdote, no vemos más que el cielo ! ¡Y no tenemos mediador alguno entre los hombres !… Que este abandono no os abata. La fe nos ofrece a Jesucristo, ese mediador inmortal. Él ve nuestro corazón, oye nuestros deseos, corona nuestra fidelidad. A los ojos de Su Misericordia Todopoderosa somos ese paralítico enfermo hacía treinta y ocho años (San Juan, cap. 5) a quien para curarlo le dijo no que hiciera venir a alguno que lo arrojara a la piscina, sino que tomara su camilla y anduviera…
Ahora tenemos un solo talento que es nuestro corazón. Hagamos que fructifique y nuestra recompensa será igual a la que recibiríamos de haber hecho fructificar más. Dios es justo. No pide de nosotros lo imposible. [...]