I. Ayuno cuaresmal

La trompeta sagrada de que nos habla el Profeta, anuncia la apertura solemne del ayuno cuaresmal, el tiempo de expiación, la proximidad más inminente de los grandes aniversarios de nuestra Redención. Preparémonos a combatir las batallas del Señor.

En esta lucha, empero, del espíritu contra la carne, hemos de estar armados, y he aquí que la Santa Madre Iglesia nos convoca en sus templos para adiestrarnos en los ejercicios.

Dos clases de enemigos se nos enfrentan decididos: las pasiones en nuestro corazón y los demonios por fuera. El orgullo ha acarreado este desorden. El hombre se negó a obedecer a Dios, Dios le ha perdonado, con la dura condición de que ha de morir: polvo eres, hombre, y en polvo te volverás.

Esto dice el Señor: convertíos a Mí de todo vuestro corazón; con ayuno, con llanto y plañido. Rasgad vuestros corazones, y no vuestros vestidos, y volveos a Yahvé, vuestro Dios; porque Él es benigno y misericordioso, tardo para airarse y de mucha clemencia, y le duele el mal. ¿Quién sabe si volviéndose no se arrepentirá, y dejará tras sí bendición, ofrenda y libación para Yahvé, vuestro Dios? Tocad la trompeta en Sión, promulgad un ayuno, convocad una solemne asamblea.

Congregad al pueblo, convocad a junta; reunid a los ancianos, juntad a los párvulos y los niños de pecho; salga de su cámara el joven esposo, y de su tálamo la esposa.

Entre el pórtico y el altar lloren los sacerdotes, ministros de Yahvé, y digan: « ¡Apiádate, Yahvé, de tu pueblo, y no abandones al oprobio la herencia tuya, entregándolos al dominio de los gentiles. ¿Por qué ha de decirse entre las naciones: ¿Dónde está su Dios? »

Yahvé ardiendo en celos por su tierra, se ha compadecido de su pueblo; y respondiendo dice Yahvé a su pueblo: Mirad, Yo os enviaré trigo, vino y aceite, y os saciaréis con ello; y no os haré ya más objeto de oprobio entre las naciones. Lo dice el Señor omnipotente.[1]

Este magnífico paso del Profeta nos descubre la importancia que el Señor da a la expiación del ayuno. Cuando el hombre contrito por sus pecados mortifica su carne, Dios se aplaca.[2]

II. Mortificación

El mal es en nosotros como dice el Apóstol San Pablo,[3] una ley y costumbre arraigada, y una fuerza muy honda. Y como la costumbre sólo se puede vencer con otra costumbre, y la ley con otra ley, y una fuerza con otra fuerza tan potente como la primera, resulta que todo el que quiera andar seguro debe llevar grabada esta idea: « Si no quieres que el mal se enseñoree de ti, tienes que vencerte y hacerte violencia ».

En esfuerzo en vencernos y mortificarnos debe comprenderlo y abarcarlo todo. No puede excluir nada: debe extenderse al cuerpo y al alma, a las potencias y pasiones, al entendimiento y a la voluntad. O nos vencemos o perecemos.

La mortificación exterior consiste en el recto uso de los sentidos, precaviéndolos de todo exceso y disponiéndolos a que obren el bien con constancia.

En particular conviene habituar la vista a no verlo y leerlo todo, especialmente si puede impresionarla peligrosamente. Tampoco hay que halagar al oído con conversaciones inútiles; ni hay que permitir al gusto que ande sin ton ni son a la caza de golosinas; sino que debe contentarse con cualquier cosa, y no quejarse nunca de la comida, ni pasar los límites de la sobriedad. Nada se diga del beber, en lo cual hay que tener grandísima moderación. El tacto debe acostumbrarse a llevar la cruz de un trabajo serio, a moderarse en el sueño, al soportar el cansancio, frío, y calor, y endurecerse en ellos.

De esta mortificación exterior, saca también partido el alma, para alcanzar humildad.

Consiste la mortificación interior, como contrapuesta a la exterior, en regir y enderezar las potencias interiores del alma, para alejarlas del mal, conservarlas en el bien y hacerlas aptas para toda perfección.

Entendemos por potencias internas el entendimiento, la voluntad, la imaginación y el apetito sensitivo.

La mortificación interior no es sino el medio, una condición y un fruto de la interior. El orden y el desorden moral, el pecado y el mérito proceden de las potencias interiores el alma.

Del corazón es de donde proceden los pecados, como dijo Nuestro Señor Jesucristo: del corazón salen pensamientos malos, homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias.[4] La acción exterior no añade esencialmente nada.

Mortificación del entendimiento

Es obvio que, tratándose del entendimiento, lo que hay que mortificar no es sino algún desorden o alguna falta culpable, bien sea por exceso, bien por defecto, en la educación y uso del mismo.

El entendimiento es la facultad que conoce la verdad, y como ésta se alcanza cuando adquirimos conocimientos, se deduce que en esta adquisición y en la de la ciencia consiste la formación intelectual. Cuidar con esmero de esta formación es lo primero y más importante que tenemos que hacer; pues esta facultad es la más noble y elevada del hombre, y, en cierto sentido, la más necesaria para la vida. Los ignorantes no sirven ni para Dios, ni para el mundo, ni para el diablo.

En la adquisición de los conocimientos se puede ante todo pecar por defecto. Hay que sobreponerse a la ligereza y a la holgazanería. También puede acaecer que uno quiera estudiar demasiado y así es necesario reprimir las ansias inmoderadas de saber más de lo debido, la curiosidad y deseo de saberlo todo sin distinguir lo útil y necesario de lo inútil, superfluo y peligroso, así como de buscar conocimientos sólo por presunción y vanidad.

En resumen, hay que aprender primero lo necesario, luego lo útil y finalmente lo agradable.

Los hombres más sabios son siempre los más dóciles.

Mortificación de la voluntad

Tres razones: primera, porque el hombre nacido para la verdad y el bien, las abraza con el entendimiento y la voluntad. La voluntad necesita que el entendimiento le muestre y proponga el bien a que debe aspirar.

La segunda razón es la necesidad que tiene de formación y de sujetarse por lo mismo a una educación seria.

La tercera razón es porque la voluntad humana siendo susceptible de educación y formación, es más útil y provechosa esta formación que la del entendimiento. La voluntad puede el hombre sujetarla, más no así el entendimiento.

La mortificación debe librar al entendimiento de tres excesos:

1. el desorden y la falta de rectitud en la intención,

2. la rigidez, la inmovilidad, la indecisión, la pesadez para obrar el bien conocido, y al que está obligado,

3. la debilidad, poca constancia y energía que muchas veces proviene de cierto apego a algún bien de la tierra.

Mortificación de las pasiones

El buen uso y manejo de las pasiones, es de grandísima utilidad en la vida espiritual, como que son fuerza poderosa tanto para el mal como para el bien, por eso hay que apartarlas del mal, y hacerlas servir para el bien, la cosa está en usar correctamente de ellas.

Se infiere por todo lo dicho que tenemos que hacer un firme propósito de vencernos, y este propósito, no como quiera sino fundado, universal y constante, junto con la máxima de entregarnos siempre a la oración.[5]

III. La lucha contra la concupiscencia, el mundo y el demonio

1. Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre sino del mundo.[6]

La concupiscencia de la carne es la de los sentidos, que es enemiga del espíritu [7]; la concupiscencia de los ojos: es decir, el lujo insaciable y la avaricia que es idolatría [8], pues ponemos en las cosas el corazón, que pertenece a Dios [9]; la soberbia de la vida, o sea, amor de los honores aquí abajo. Esta es la más perversa porque justifica las otras y ambiciona la gloria, usurpando lo que sólo a Dios corresponde [10].

El remedio de tamaño mayor es la mortificación de los sentidos externos, que nos ponen en relación con las cosas de fuera, y excitan en nosotros peligrosos deseos, la razón fundamental por la que estamos obligados a practicar esa mortificación, son las promesas del bautismo.

Para que la victoria sea completa, no basta con renunciar a los malos placeres, es menester también sacrificar los placeres peligrosos que nos llevan casi infaliblemente al pecado, y aún privarnos de algunos placeres lícitos, para fortalecer nuestra voluntad contra los atractivos del placer prohibido, porque quien goza sin restricción de todos los deleites permitidos, está a punto de correrse a gozar de los que ya no lo son.

La concupiscencia de los ojos comprende dos cosas: la curiosidad malsana y el amor desordenado de los bienes de la tierra.

El remedio para combatir la vana curiosidad, es traer presente que las cosas perecederas no merecen que fijemos en ellas nuestra atención, nosotros que somos inmortales. Pasa la figura de este mundo, y una sola cosa permanece: Dios y el cielo. No debemos interesarnos más que en las cosas eternas. Todo aquí es cosa accesoria y no hemos de mirarla sino como medio de llegar a Dios y al cielo.

En lo que respecta al amor desordenado de los bienes de la tierra, hemos de tener presente que no son las riquezas sino un fin, un medio que nos da la Providencia, para remediar nuestras necesidades. Nuestro Señor Jesucristo nos indica atesorar riquezas en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre, las destruyen, ni los ladrones las socavan ni roban.[11] Y así desapegaremos nuestro corazón de los bienes terrenales para elevarlo a Dios: porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón[12]. Busquemos, pues, primeramente el reino de Dios y la santidad, y todo lo demás se nos dará por añadidura.

La soberbia es el más terrible enemigo de la perfección. Dice Bossuet es una depravación más profunda, por ella el hombre a sus anchas, considerase como dios de sí mismo llevado del exceso del amor propio.

Camina junto a la soberbia, la vanidad por la que procuramos desordenadamente la buena estimación de los demás, su aprobación y sus alabanzas.

El remedio es referirlo todo a Dios y acordarnos de que nosotros no somos sino nada y pecado.

2. El mundo es el conjunto de los contrarios a Nuestro Señor Jesucristo y esclavos de la triple concupiscencia:

los incrédulos, los indiferentes, los pecadores impenitentes, los mundanos. Este es el mundo que maldijo Jesús por los escándalos « ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque forzoso es que vengan escándalos, pero ¡ay del hombre por quien el escándalo viene! » (S. Mt 18, 7) y del que San Juan dice estar sumergido en el mal « Pues sabemos que nosotros somos de Dios, en tanto que el mundo entero está bajo el Maligno [13] ».[14]

Para vencer corriente tan peligrosa, es menester mirar de frente hacia la eternidad, y considerar el mundo a la luz de la fe. Lo veremos entonces como a enemigo de Jesucristo, contra el que debemos pelear fieramente para salvar nuestra alma, y como teatro de nuestro celo al que debemos llevar las máximas del Evangelio.

Siendo el mundo el enemigo de Jesucristo, hemos de hacer lo contrario de sus máximas y ejemplos, recordando el dilema de San Bernardo: « O Cristo se engaña, o el mundo yerra; más, es imposible que se engañe la sabiduría divina ».[15]

Cuando, leamos u oigamos máximas contrarias a las del Evangelio, digámonos valerosamente: falso es eso, porque opuesto está a la verdad infalible.

Huyamos de las ocasiones peligrosas, que con harta frecuencia nos acechan en el mundo.

Lejos, pues, de nosotros todo cuanto fuere compromiso con el mundo, según de él dijimos; todo cuanto fuere ceder a él para congraciárnosle.

3. Remedios contra la tentación diabólica:

los Santos, y en especial Santa Teresa en su autobiografía, nos dicen cuáles sean los remedios.

El primero de ellos es la oración humilde y confiada, porque no hay cosa alguna que ponga más pronto en huida al diablo. El segundo es la recepción de los sacramentos como la confesión y la recepción de la Santísima Eucaristía, y el uso de sacramentales. Y, por último, un absoluto desprecio del demonio.[16]

La mortificación es el vital ingrediente olvidado en la vida cristiana por lo que el mundo va como va. La mortificación es tratar de aniquilar las pasiones rebeldes, controlando nuestros cinco sentidos.

Tomado de Adelante la Fe


[1] JOEL 2, 12-19.

[2] Cf.: GUERANGER, DOM PROSPERO, El Año Litúrgico II.

[3] Rm 7, 23.

[4] SAN MATEO 15, 18-20.

[5] Cf.: MESCHLER S.J., P. MAURICIO, La vida espiritual reducida a tres principios fundamentales.

[6] 1 JUAN 2, 16.

[7] GALATAS 5, 16-25; 1 Co. 2, 14.

[8] EFESIOS 5, 5; COLOSENSES 3, 5.

[9] SANTIAGO 4, 4.

[10] JUAN 5, 44; SALMO 148, 13.

[11] SAN MATEO 6, 20.

[12] Ib. 6, 21.

[13] 1 JUAN 5, 19.

[14] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, El carnaval no es cristiano. https://adelantelafe.com/el-carnaval-no-es-cristiano/

[15] Sermo III de Nativitate Domini, n. I.

[16] Cf.: TANQUEREY. Compendio de teología ascética y mística.