"Verdaderamente esta alma está perdida, y sólo ganada en amor."
Apartado de Dios a los 47 años, vivía en California. Mi vida estaba envuelta en las prácticas ocultistas. En 1993, murió mi hermano menor. En 1994, murió mi padre de un derrame cerebral. En 1996, murió otro de mis hermanos. Dos meses después, moría mi madre en mis brazos, totalmente consumida por todas las tragedias anteriores en la familia. Mi último viaje a Colombia, que llevó a mi captura ocurrió en la Navidad de 1997.
A medianoche de la Navidad de 1997, me dirigí hacia la finca de un tío, a pernoctar. Un sobrino me acompañaba y le pedí que se bajara para abrir la puerta. En el mismo instante en que él la abrió, saltó de la oscuridad un grupo de hombres armados con pistolas y su rostro encapuchado. En un segundo, lanzaron a mi sobrino a la parte de atrás de mi auto. Procedieron a ponerme alrededor de la cintura una soga como las que se usan para el ganado y uno de ellos la sostenía adelante y otro atrás. Me condujeron por el monte durante toda la noche hasta el amanecer del 26 de diciembre. Salimos del auto y comenzamos a caminar por otras muchas horas, por la que podía presentir que era la selva.
La humedad de la selva hacía muy difícil respirar con esa capucha acrílica que cubría mi cabeza. La circulación de la sangre empezaba a sufrir y a tener dolorosos calambres en mis brazos y mi espalda. Todo el alcohol y abuso de los últimos tres días de farra me habían dejado sin una gota de energía y, a cada paso, creía que iba a caer fulminado por un ataque al corazón. Después de muchas horas o, mejor, de una eternidad, llegamos a un lugar donde me quitaron la capucha, para mostrarme en dónde me iban a esconder.
En este lugar, del excremento de los murciélagos, salían millones de bichos que empezaron a meterse dentro de mi ropa y a picarme de pies a cabeza. Cada uno me producía una sensación diferente de picazón. Unos parecían darme choques eléctricos, otros me generaban grandes inflamaciones en extensas áreas del cuerpo, algunos más me producían una rasquiña aguda. En fin, un millón de diferentes ataques y sensaciones, todos llenos de diferentes venenos. En muy poco tiempo estuve completamente cubierto de toda clase de picaduras e hinchazones. No podía rascarme porque estaba atado y mi cuerpo se empezaba a dormir por la falta de circulación en mis brazos. Tampoco podía moverme mucho porque alborotaba a los murciélagos. La situación no podía ser peor.
Así pasaron los primeros días, sin que yo quisiera recibir la comida que me era ofrecida una vez al día. Un día, subió uno de mis secuestradores. Me haló de los pies hacia fuera, algo que no habían hecho en los días anteriores, me quitó la capucha y me preguntó que si quería comer. Por un buen rato, no pude ver absolutamente nada. Además, me daba miedo enfrentarme a la luz, pues estaba completamente enceguecido por las tinieblas de esos tres días en la cueva. Después de un rato, me di cuenta de que era como el atardecer y con esa luz pálida del sol pude mirar hacia dentro de la cueva, para llevarme un susto aún más grande que en el que me encontraba. La cueva estaba cubierta de unas telarañas que según se veía pudieron haber sido tejidas hacía muchos años. Nunca había visto algo así; parecían cortinas del escenario más macabro que uno pudiera soñar. Por su superficie corría una babosidad verdusca y poco a poco me empecé a encontrar con las arañas más grandes y peludas que jamás había visto.
El lugar donde me retenían era una casa que había sido abandonada, al parecer, hacía muchos años, pues estaba consumida por la selva y le salían ramas y maleza por lo que debieron ser puertas y ventanas.
Me lanzaron adentro y al caer dentro de esta cueva, sentí un inmenso aleteo y me di cuenta que estaba plagada de murciélagos, por miles. El piso en que caí estaba podrido y cubierto de excremento. No sabía por cuál de todos los aspectos aterrarme más. El olor de esa cueva era una combinación de una horrible podredumbre de todas las dimensiones y una constante lluvia de excremento que aumentaba cuando yo hacía el menor movimiento.
Al caer en la cueva después de haber pasado algo más de una hora, comencé a vivir una realidad más cruda de la que había vivido los últimos quince días.
No hay palabras para describir el horror que viví en esos momentos. Toda mi vida, de repente, se derrumbó ante mí, y sólo podía contemplar las cenizas de lo que quedaba. No podía concebir, ni siquiera por un instante, lo absurdo que era estar en la selva de Colombia a no mucha distancia del pueblo que me vio nacer y del cual me había ido hacía 33 años. Toda mi vida glamorosa que acababa de dejar en Hollywood, todo mi recorrido por tantos lugares del mundo, tanta carrera por alcanzar tantas metas, tantas ambiciones, todo se había reducido a una pila de cenizas.
Una gran soledad embargaba todo mi ser, una inmensa desesperación cubría todo el universo que podía concebir a mi alrededor y dentro de mí. No podía expresar nada de este inmenso torbellino de dolor, me encontraba amarrado, encapuchado e incapacitado para moverme, caminar o realizar cualquier otro tipo de movimiento que diera algo de aire a mi indescriptible pena. Mi angustiada alma buscaba apoyo, algo que me diera la fortaleza que con inmensa desesperación necesitaba. Todo ese inmenso recorrido de mi pasado, sobre todo espiritual que yo había considerado de gran sabiduría y a veces hasta de gran santidad, no venía a mi rescate. Ninguna de las innumerables fórmulas mágicas, tratados esotéricos, conocimientos metafísicos del ocultismo, mantras que en otras ocasiones parecían haberle dado paz a mi interior, cartas astrológicas que escasos dos meses atrás me presentaron un cuadro de grandes éxitos en mi vida, cristales traídos de muchos lugares del mundo, con el fin de proteger mi integridad física y espiritual, toda clase de misteriosos talismanes que me habían sido entregados en medio de grandes rituales inundados de misticismo, un número incontable de amuletos coleccionados en el transcurso de los años de los cuatro rincones de la tierra y cuanta posible presencia mágica pasó por mi vida no podían ayudarme. Nada, absolutamente nada, vino a salvarme. ¿Dónde estaban los espíritus que por tantos años de espiritismo guiaron mi destino?
Sin más opción que abandonarme completamente en las manos de lo que parecía ser el abismo interminable de mi viaje final, llegó el momento crucial de toda esta experiencia. Lejos de imaginarme que lo que empezaba a sucederme era un llamado, un encuentro con Dios, comencé a vislumbrar con una claridad asombrosa un momento de mi infancia, en el patio interior de la casa, en el pueblo donde nací.
En ese instante, escuché una increíble voz que, al comenzarme a hablar, transformó toda mi existencia. Miré hacia mi costado izquierdo y vi mi cuerpo como a través de una cortina de humo, tirado en ese cuarto de terror, amarrado y encapuchado. Lo primero que sentí en mi corazón fue que ya había partido de este mundo, pero no me sentía muerto. Por el contrario, si alguna vez he sentido lo que es vida ocurrió en ese instante. No sentía peso ni dolor, no tenía miedo ni angustia. La voz que escuché no era humana, era la voz de nuestro Señor. Nadie podría hablar así, venía de todas partes, parecía que saliese de dentro de mí y llenaba toda la existencia que ahora me rodeaba. Sin embargo, el Señor me lo confirmó al decirme: "Te voy a mostrar desde qué momento comenzaste a alejarte de mí".
Me siento separado para siempre. Los espíritus del mal me hacen creer que ya nunca más podré ver a nuestro Señor, que nunca llegaré al cielo. Me siento así, realmente indigno de siquiera pensar en que pueda volver a verlo, aunque sea desde el mismo infierno en que me encuentro.
El Señor me presenta un pecado a los 15 años de edad. Me encuentro presenciando un acto de mi vida que sucedió 32 años atrás y evidenciándolo con mi corazón de 47, hace que lo vea extremadamente doloroso. Nuestra pobreza espiritual es de dimensiones alarmantes.
El Señor me dijo que el mundo está tan alejado de Él como nunca en toda la historia de la humanidad lo había estado. Que el estado de idolatría ha superado cualquier ciclo humano del pasado que pueda estar registrado en nuestros anales históricos de las Sagradas Escrituras.
Parece como si mi corazón adulto estuviese conectado con ese corazón adolescente y vivo en el mismo acto con dos conciencias diferentes, en las dos edades.
Me encuentro en una casa donde viví en Bogotá después de haber salido de mi pueblo natal. Estoy en la cocina de esta casa y en compañía de una empleada del servicio que parece tener una edad muy cercana a la mía, unos 15 años también. Sé lo que el Señor me está señalando. Inmediatamente me descubro en la escena. Sé perfectamente lo que el diablo hizo conmigo para herir a esa jovencita. Yo tenía una actitud machista, heredada de mis ancestros, de mi cultura. Un nivel de crueldad, de arrogancia, de superioridad, de abuso con todos aquellos a quienes queremos dominar y creemos que tenemos derecho de hacerlo. Estoy hablándole con mucha dureza por no haber limpiado bien algo que yo tenía en la mano.
Ella tenía la mirada hacia el piso y su cara sonrojada, sin protestar, sin una sola manifestación de reproche o de disgusto.
El más alto acto de humildad y de amor que, al verlo, despedazaba mi alma. Ella –me muestra el Señor– estaba en uno de los momentos más delicados de su vida espiritual y emocional. Y mi acción la llevó a un estado de sufrimiento aún mayor. El Señor me muestra todas las consecuencias de cada instante de ese encuentro, cómo la vida de ese ser frágil, humilde y amoroso está en mis manos para hacerlo o deshacerlo en ese momento, cómo mi actitud de desamor contribuye a sumirla en más amargura de la que ella ya estaba.
Por mi lado le hice un daño inmenso a mi alma y por el lado de ella lo que hizo fue engrandecerse ante los ojos de Dios contribuyendo así a la paz y al amor de su familia que era lo que le hacía sufrir, puesto que recién había sido separada de sus padres y llevada a la ciudad desde el campo donde había nacido y puesta al servicio de extraños que no tenían amor ni caridad para con ella. Era la pobreza, la humildad y el amor que se encontraban con la rudeza total y la ignorancia espiritual. ¡Qué dolor! ¡Qué angustia! ¡Qué desesperación!
Experiencia mística, mi juicio personal frente al Creador
Parado en el territorio del Maligno • Me encuentro en ese estado, separado de Dios, pero con la más grande desesperación de poderme unir a Él para siempre.
En medio de esta lección me lleva el Señor a un juicio personal, donde todo el romance con el cielo, de repente, se transforma en un escenario de vida o de muerte eterna para mi alma.
Estoy parado en el territorio del demonio, mirando al cielo. Esto sólo ya le podrá dar una idea al lector sobre el estado en que se encontraba mi alma. Treinta y tres años en pecado mortal, tiempo en que yo creí tan solo en mí y en todo lo que pudiese beneficiarme y nada más; una separación severa de Dios. En presencia del santo tribunal, no hay lugar para establecer nada a medias, como para decir: "Yo fui más o menos bueno y más o menos malo". La línea que divide una cosa de la otra se termina. Quedamos sobre un lado o sobre el otro. Yo estaba sobre el lado del mal. El demonio había sido mi maestro y sobre su territorio me tocaba rendir cuentas ante mi Señor. Mi estado del alma, puesto en un ejemplo humano y pobre, es como el del esposo que es sorprendido infraganti por su esposa en el lecho con otra mujer. Qué puede hacer para rendir sus cuentas sobre ese acto, más que aceptarlo y esperar misericordia y perdón de esa esposa. Así me encontraba frente al Señor, infraganti en medio de todos mis pecados y en el lecho del maligno por muchísimos años.
A partir de ese estado en que comienza mi juicio, ya no puedo más mirar al Señor, no tengo la fuerza para contemplar la belleza de ese amor que disfruté mientras me llevaba por entre los cuartos más recónditos de mi vida terrenal. Estoy cubierto de una abrumadora penumbra, rodeado de toda criatura abominable, jamás imaginada ni en mis más grandes pesadillas.
Toda la presencia del cielo se comunicaba conmigo por medio de mi propia pedagogía, mi simbología y mi lenguaje. En mi simbología, los diablos parecían seres humanos, eran las criaturas más abominables que uno pueda imaginar. Entendí que la manifestación de estas criaturas infernales se realiza de acuerdo con la relación que tenemos con ellas. Si un japonés está frente al tribunal del Señor, seguramente que el mal se manifestará de acuerdo con la simbología de su cultura o del medio en que vivió. Esto no deja de evidenciar el hecho de que los diablos son ángeles caídos y definitivamente en ese instante despliegan su presencia a su más alto fulgor. Es el momento definitivo para conquistar o perder el alma eternamente. Descubrirse parado en un territorio de pecado donde, de saberlo con tanta claridad, jamás se hubiese uno atrevido a pecar, dejado engañar, manipular y convertir en tan absurda marioneta de Satanás, es percibir el más inmenso dolor de toda la existencia humana, se siente que el alma fue robada, violada y pisoteada. Lo peor de todo es comprender que fue voluntariamente aunque lo de la violación suene contradictorio, pero el sentido es de haber sido violado en la parte más íntima del alma.
Puedo reconocer con perfecta exactitud todos los ángulos en que trabajó el mal en mí. Observar como invadió uno por uno los espacios de mi interior y como me desalojó hasta en el más ínfimo detalle de la presencia de Dios, porque lo primero que el diablo hace con la criatura que vive en su territorio es desnudarlo de aquello que él más odia, todo lo que poseamos de vida interior por medio del Espíritu Santo. Resulta espeluznante el solo mencionar la talla de enemigo que tenemos cuando caemos en sus garras, en su territorio. Nos deja creer que estamos logrando la conquista de un lugar firme, vendiéndonos la ilusión del mundo material como real. En esa forma comienza su dominio, con el recorrido terrenal de nuestras vidas. Porque ya hemos sido sacados del centro de la verdadera gravedad espiritual, estamos fuera del Corazón de Jesús.
Me encuentro en ese estado, separado de Dios, pero con la más grande desesperación de poderme unir a Él para siempre. Después de haber visto todo lo que me mostró de mi vida, del mundo, de la humanidad, del pecado, del cielo y encontrarme sin poderlo mirar, por estar en medio del territorio del mal, sólo me impulsa a desear con todas las fuerzas de mi alma la unión con Dios.
Permanecí dos años en silencio sin compartir mi experiencia mística con nadie, pues creía que era un secreto entre el Señor y yo; pero estaba equivocado. El Señor se me manifestó en una Semana Santa en la ciudad de Bogotá y me mostró que todo lo que Él había infundido en mi corazón era para compartirlo y que ésta sería mi misión por el resto de mis días.
El mismo progreso industrial y tecnológico y los grandes alcances sociológicos reflejan en iguales proporciones la inmensa quiebra espiritual de la humanidad.
Una generación sin luz del cielo, iluminada únicamente por la seducción de una vida transitoria e ilusoria, por la cual se entrega hasta el último esfuerzo para conquistarla. Siglos de materialismo que poco a poco han derrumbado la estructura espiritual, edificada con la sangre del Cordero y con la de miles de mártires, en los primeros cuatrocientos años del cristianismo. Dice el Señor que ha sido tal el alejamiento de Dios que la humanidad, en su gran mayoría, está exclusivamente dedicada a alimentar lo que va a morir, el cuerpo humano, y totalmente despreocupada de nutrir lo que realmente va a vivir eternamente, como lo es el alma.
Es tanta la adoración que se le da a lo material que la gran mayoría de almas pasa a la presencia de Dios en un estado de desnutrición espiritual.
Prácticamente, son almas inválidas, que no pueden soportar la luz de Dios. La jornada del alma, durante esta vida en la carne, está orientada a alcanzar la salud espiritual para la vida eterna en el espíritu.
La increíble ignorancia espiritual en que se encuentra la humanidad, según me muestra el Señor, es tal que me señala esta situación presente como peor que Babilonia, Sodoma y Gomorra. El pecado no es un acto de transgresión, sino una forma de vida. Todo se ha justificado para vivir totalmente desvinculados del decálogo santo de los diez mandamientos. La economía del espíritu está en bancarrota. Los seres humanos carecen del conocimiento de la presencia real del diablo en sus vidas.
Lo peor de todo, dice el Señor, es que la Iglesia misma, en una gran proporción, se ha desentendido de la enseñanza del conocimiento del enemigo. Hasta el punto que la palabra exorcismo es motivo de persecución y de discriminación dentro de la misma Iglesia. Y todo esto por el acomodo que se le ha hecho al Evangelio con el mundo, el protestantismo de la Iglesia Católica por miedo a ser ridiculizada.