La formación de los fieles laicos tiene como objetivo fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión.
Dios me llama y me envía como obrero a su viña; me llama y me envía a trabajar para el advenimiento de su Reino en la historia. Esta vocación y misión personal define la dignidad y la responsabilidad de cada fiel laico y constituye el punto de apoyo de toda la obra formativa, ordenada al reconocimiento gozoso y agradecido de tal dignidad y al desempeño fiel y generoso de tal responsabilidad.
En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el Buen Pastor que "a sus ovejas las llama a cada una por su nombre" (Jn 10, 3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno sólo a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos y, por tanto, sólo gradualmente; en cierto sentido, de día en día.
Y para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre nuestra vida son siempre indispensables la escucha pronta y dócil de la palabra de Dios y de la Iglesia, la oración filial y constante, la referencia a una sabia y amorosa dirección espiritual, la percepción en la fe de los dones y talentos recibidos y al mismo tiempo de las diversas situaciones sociales e históricas en las que se está inmerso.
En la vida de cada fiel laico hay además momentos particularmente significativos y decisivos para discernir la llamada de Dios y para acoger la misión que Él confía. Entre ellos están los momentos de la adolescencia y de la juventud. Sin embargo, nadie puede olvidar que el Señor, como el dueño con los obreros de la viña, llama —en el sentido de hacer concreta y precisa su santa voluntad— a todas las horas de la vida: por eso la vigilancia, como atención solícita a la voz de Dios, es una actitud fundamental y permanente del discípulo.
De todos modos, no se trata sólo de saber lo que Dios quiere de nosotros, de cada uno de nosotros en las diversas situaciones de la vida. Es necesario hacer lo que Dios quiere: así como nos lo recuerdan las palabras de María, la Madre de Jesús, dirigiéndose a los sirvientes de Caná: "Haced lo que Él os diga" (Jn 2, 5). Y para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay que ser capaz y hacerse cada vez más capaz. Desde luego, con la gracia del Señor, que no falta nunca, como dice San León Magno: "¡Dará la fuerza quien ha conferido la dignidad!"; pero también con la libre y responsable colaboración de cada uno de nosotros.
Esta es la tarea maravillosa y esforzada que espera a todos los fieles laicos, a todos los cristianos, sin pausa alguna: conocer cada vez más las riquezas de la fe y del Bautismo y vivirlas en creciente plenitud. El apóstol Pedro hablando del nacimiento y crecimiento como de dos etapas de la vida cristiana, nos exhorta: "Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación" (1 P 2, 2).
Una formación integral para vivir en la unidad
En el descubrir y vivir la propia vocación y misión, los fieles laicos han de ser formados para vivir aquella unidad con la que está marcado su mismo ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana.
En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida "espiritual", con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida "secular", es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El sarmiento arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de su actividad y de su existencia. En efecto, todos los distintos campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el "lugar histórico" del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo concreto —como por ejemplo, la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura— son ocasiones providenciales para un "continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad".
El Concilio Vaticano II ha invitado a todos los fieles laicos a esta unidad de vida, denunciando con fuerza la gravedad de la fractura entre fe y vida, entre Evangelio y cultura: "El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de una y otra ciudad, a esforzarse por cumplir fielmente sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, sabiendo que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno (...). La separación entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerada como uno de los más graves errores de nuestra época". Por eso he afirmado que una fe que no se hace cultura, es una fe "no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida" » (San Juan Pablo II, Christi Fidelis Laici. 58 y 59).
La Doctrina Social es parte integrante de la formación cristiana
"La Doctrina Social es un punto de referencia indispensable para una formación cristiana completa. La insistencia del Magisterio al proponer esta doctrina como fuente inspiradora del apostolado y de la acción social nace de la persuasión de que constituye un extraordinario recurso formativo. Por lo tanto es absolutamente indispensable -sobre todo para los fieles laicos comprometidos de diversos modos en el campo social y político un conocimiento más exacto de la Doctrina Social de la Iglesia. Este patrimonio doctrinal no se enseña ni se conoce adecuadamente: ésta es una de las razones por las que no se traduce pertinentemente en un comportamiento concreto" (Compendio DSI, 528) .
Es importante sensibilizar sobre la necesidad de esta formación
"Es preciso sensibilizar a los cristianos -sacerdotes, religiosos y laicos-, sobre la importancia de la formación para reconocer más plenamente y asumir más conscientemente sus responsabilidades como laicos militantes en la vida y misión de la Iglesia; sobre la urgencia, especialmente grave en nuestro tiempo, de superar la ruptura entre fe y vida, entre evangelio y cultura; y, en fin, sobre la necesidad de animar a todos a emprender -si no lo están haciendo ya- un proceso de formación integral, espiritual, doctrinal y apostólica, a fin de ser y vivir lo que confiesan y celebran, y anunciar lo que viven y esperan" .
La Doctrina Social debe ser presentada en su integridad
"(…) es necesario procurar una presentación integral del Magisterio social, en su historia, en sus contenidos y en sus metodologías. Una lectura directa de las encíclicas sociales, realizada en el contexto eclesial, enriquece su recepción y su aplicación, gracias a la aportación de las diversas competencias y conocimientos profesionales presentes en la comunidad" (Compendio DSI, 529).
Es como un fermento transversal en toda la vida de la Iglesia
La tarea de la "nueva evangelización" de la que nos habló insistentemente el Papa Juan Pablo II en el final de siglo, exige acercar y encarnar la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) en todos los ámbitos de la existencia, especialmente en aquellos que hoy exigen nuevas aclaraciones y actualizaciones: "La Iglesia desea percibir todavía mejor la complejidad de las causas que implican situaciones a veces inhumanas (...). Esta comprensión de las realidades sociales permitirá discernir los envites éticos y presentarlos de forma más clara a nuestros contemporáneos".