Dios se conforma con una mirada, con un suspiro de amor. (Santa Teresa de Lisieux)
Ni ayer, ni mañana… Y dejo el tormento del pasado, para dejar paso a otro fantasma. Cuánta fantasía dirigida hacia el futuro… cuánta paz robada; cuanto miedo, cuánta congoja.
¿Por qué rechazo la serenidad del momento presente? No hago más que angustiarme por lo que será mañana. Todo se convierte en problema: la salud, la casa, el trabajo, la vejez, los hijos, los parientes, la política… ¿por qué ese empeño en vendarse antes de que la herida se produzca?
¿Cómo puedo saber lo que ocurrirá mañana? Cuando cada evento será determinado por factores que hoy son imprevisibles y desconocidos. No quiero perder el tiempo buscando en el laberinto de tantas combinaciones posible. Tengo que pensar en el hoy.
¿No es más real vivir con empeño y paz cada hora, como si fuese la primera, como si fuese la única, como si fuese la última? Para el afán de esta jornada, ¿acaso Dios, no está cerca de mí, con una providencia que se adapta y es proporcional a mi necesidad del momento?… En el presente, no hay fantasmas.
El evangelio me garantiza esta presencia providencial, que me invita a confiar sobretodo en Dios, que es padre. Me asegura que nada podrá faltarme si sé buscar, antes que nada "sus cosas".
Tengo que aprender a llamar a Dios, ¡Padre! Sobre todo, en la hora del dolor, en el que tengo solo dos caminos para escoger: uno en bajada, que lleva a la desesperación y al rechazo. El otro en subida, que con dificultad conduce a su regazo.
Nada es más importante, nada es más precioso en mi vida de sufrimiento, como que éste sea aceptado con humildad, soportado con paciencia, ofrecido con amor. El señor está cerca, aunque aún tal vez yo no lo sepa. Nada en mi vida ocurre por casualidad: todo es personalmente querido y permitido por Dios. "Sabemos, además, que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que él llamó según su designio" (Rom VIII, 28)
Dios no es ajeno a mi dolor, que ha previsto para mí, que con sabiduría sostiene de una forma providencial adaptada al momento. Quien sufre con Cristo, vence siempre. Quien sufre sin Él está solo para llorar. ¡Alabado sea Jesucristo!