La Purificación de la Madre y y la Presentación del Niño Jesús en el Templo
He aquí un extracto de las revelaciones de la beata Ana Catalina Emmerich, religiosa alemana, estigmatizada del siglo XIX, sobre la purificación de la Stma. Virgen María y la Presentación del Niño Jesús en el Templo. Aunque no son dogma de fe, la Iglesia considera las visiones o revelaciones particulares de gran valor para acercarse, en este caso, a la figura de la Virgen.
A los ocho días, al Niño le hicieron la circuncisión como era de ley, los Reyes Magos vinieron a adorarle y a presentarle sus regalos. Ya en los últimos días y hoy mismo, vi que San José hacía diversos arreglos que anunciaban la próxima partida de la Santa Familia de la gruta del Pesebre. Cada día disminuían sus muebles; dio a los pastores los objetos y demás cosas que habían hecho habitable la gruta y todo fue llevado por ellos. Como se acercaba el día en que la Sma. Virgen debía presentar al templo de Jerusalén a su primogénito y rescatarlo según las prescripciones de la Ley, se hicieron todos los preparativos para que la Santa Familia pudiese ir primero al templo y enseguida a Nazaret. El lunes, al despuntar el día, la Santa Virgen montó en el asno que los viejos pastores habían traído enjaezado ante la caverna. José tuvo al Niño hasta que Ella se sentó cómodamente y entonces se lo entregó. María iba sentada en una jamuga y sus pies algo elevados descansaban sobre una tablita. Tenía en sus brazos al Niño envuelto en su gran velo y lo miraba con dulzura. No llevaban más que dos alfombras y dos paquetitos entre los cuales iba sentada María en el asno. Los pastores se despidieron de ellos tiernamente y los condujeron al camino. Los vi seguir lentamente la ruta que en realidad es muy corta entre Belén y Jerusalén. La ofrenda de la Santa Virgen al templo iba en una canasta suspendida a un lado del asno. Esta canasta tenía tres divisiones, dos de las cuales estaban cubiertas y contenían frutas, la tercera formaba una jaula descubierta en la cual se veían palomas. Estando como a un cuarto de legua de Jerusalén, entraron en una casita habitada por dos ancianos esposos que los recibieron cariñosamente. La Santa Familia pasó todo el día allí y la Virgen permaneció casi todo el tiempo en un cuarto sola con el Niño que estaba sobre una alfombra. Se hallaba siempre en oración y parecía prepararse para la ceremonia que se iba a verificar. Después vi que la Santa Familia, acompañada de sus hospederos, se dirigió al templo de Jerusalén con las canastas en que estaban las ofrendas. Entraron al principio a un patio rodeado de muros, contiguo al lugar Santo. Mientras San José y sus hospederos ponían al asno en un cobertizo, la Santa Virgen fue bondadosamente recibida por una anciana que la condujo por un pasaje abovedado. Después fue llevada por la anciana a la presentación y allí fueron recibidos por la profetiza Ana. Simeón, que había venido al encuentro de la Sma. Virgen, la condujo al lugar en que se hacía el rescate de los primogénitos. San José entregó la canasta de las ofrendas a Ana, las palomas ocupaban la parte baja de la canasta y la superior iba cubierta de las frutas. Después San José se volvió por otra puerta al sitio de los hombres. Después Simeón se acercó a la Sma. Virgen que tenía en sus brazos al Niño Jesús envuelto en un lienzo azul claro y la condujo a lugar de las ofrendas donde puso al Infante en la cuna. En ese instante vi que el templo se llenaba de una luz que no puede ser igualada por otra alguna; vi que Dios estaba allí y que sobre el Infante se abrieron los cielos hasta el trono de la Santísima Trinidad. Simeón se llevó a la Virgen al lugar destinado a las mujeres; María llevaba un vestido azul celeste y un velo blanco y la rodeaba una ancha capa de color amarillento. Enseguida fue Simeón al altar fijo donde se hallaban los ornamentos sacerdotales. Él y otros tres sacerdotes se vistieron para la ceremonia; tenían en el brazo una especie de broquel o escudo y en la cabeza una especie de mitra. Uno de ellos estaba detrás de la mesa de las humildes y santas ofrendas y otro delante; los otros dos se hallaban en los lados y allí rezaban preces sobre el Infante. En esos momentos la profetiza Ana se acercó a María, le presentó la canasta de las ofrendas y la condujo delante del altar donde ella permaneció de pié. Simeón que estaba delante del ara, abrió la reja y llevó a María delante del altar y en éste, ella colocó su ofrenda. Las frutas fueron puestas en unos platos ovales y las monedas en otro plato; las palomas quedaron en la canasta. Simeón permaneció con María delante del altar de las ofrendas, el sacerdote que estaba detrás del altar tomó al Niño Jesús, lo elevó en el aire presentándolo hacia diferentes lados del templo y oró largo rato. Después dio a Simeón el Niño, quien lo puso en manos de María y leyó preces de un rollo que estaba junto a él sobre un pupitre. Simeón llevó de nuevo a la Santa Virgen delante de la balaustrada, de donde Ana, que la esperaba, la condujo al lugar de las mujeres. Allí habrían unas veinte que venían a presentar al templo a sus primogénitos. José y otros hombres, se hallaban más lejos, en el sitio donde se les había designado. Entonces los sacerdotes que estaban junto al altar comenzaron una ceremonia con inciensaciones y preces; los que se hallaban en las sillas tuvieron parte en ella, haciendo algunos gestos, pero no exagerados como los judíos de hoy. Cuando esta ceremonia se acabó, Simeón vino al sitio en que se encontraba María, recibió de ella al Niño Jesús, a quien tomó en sus brazos y lleno de festivo entusiasmo habló del Infante largo rato y en términos muy expresivos. Dio gracias a Dios por haber cumplido su promesa y entre otras cosas dijo: "Ahora Señor, puedes dejar morir a tu siervo en paz, según Tu Promesa, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos como Luz que iluminará a las naciones y gloria de tu pueblo Israel".
José se había acercado después de la Presentación, y escuchó, igual que María, con sumo respeto las palabras inspiradas de Simeón, quien bendijo a los dos y dijo a María: "He aquí que éste Niño ha sido colocado para la caída y resurrección de muchos en Israel y como un signo de contradicción; una espada atravesará tu alma, a fin de que sean conocidos los pensamientos de muchos corazones". Cuando Simeón terminó su discurso, la profetiza Ana fue también inspirada y habló largo rato del Niño Jesús y llamó bienaventurada a su Madre. Vi que los asistentes escucharon todo esto con atención, pero sin que de ello resultase algún tumulto; tal parecía que los sacerdotes comprendieron algo de lo ya dicho. Todos dieron al Niño y a la Madre grandes muestras de respeto. María brillaba como una Rosa Celestial y enseguida fue llevada por Ana y Noemí al patio en que la habían recibido y se despidieron con cariño y afecto.
José se hallaba ya allí con sus dos hospederos; habían traído al asno en el cual debía de montar María con su Hijo y se retiraron pronto del santuario; atravesaron Jerusalén y se dirigieron a su hogar en Nazaret.