En estos tiempos de Apostasía y Confusión, creemos importante continuar con las campanadas de ese gran Santo y Profeta de nuestros tiempos.
"Muchos hemos querido, o queremos, el gozo del evangelio sin cruz. Muchos queremos la resurrección sin el Calvario, sin la angustia del huerto de Getsemaní. Pero ya dijo Cristo que'el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí'(Mt 10,38) y'no es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán'(Jn 15,20).
Ay de los que quieren aguar el evangelio, presentándolo como una donación de perdón sin arrepentimiento, como un camino de rosas sin espinas, como una santidad sin santificación y transformación del alma, que pasa de estar presa del pecado a la libertad gloriosa de la gracia en la que viven los verdaderos hijos de Dios."
Considerad, hijos míos, que la lucha interior no es una simple ascesis de rigor humano. Es la consecuencia lógica de la verdad que Dios nos ha revelado acerca de Él mismo, acerca de nuestra condición y acerca de nuestra misión en la tierra. Sin esa batalla interior, sin participación en la Pasión de Cristo, no se puede ir detrás del Maestro.
Quizá por esta participación en la Pasión de Cristo, no se puede ir detrás del Maestro. Quizá por esto contemplamos una dolorosa desbandada: muchos pretenden componer una vida según las categorías mundanas, con el seguimiento de Jesucristo sin Cruz y sin dolor.
La lucha interior —en lo poco de cada día— es asiento firme que nos prepara para esta otra vertiente del combate cristiano, que implica el cumplimiento en la tierra del mandato divino de ir y enseñar su verdad a todas las gentes y bautizarlas (cfr. Matth.XXVIII, 19), con el único bautismo en el que se nos confiere la nueva vida de hijos de Dios por la gracia.
Mi dolor es que esta lucha en estos años se hace más dura, precisamente por la confusión y por el deslizamiento que se tolera dentro de la Iglesia, al haberse cedido ante planteamientos y actitudes incompatibles con la enseñanza que ha predicado Jesucristo, y que la Iglesia ha custodiado durante siglos.
Éste, hijos míos, es el gran dolor de vuestro Padre. Éste, el peso del que yo deseo que todos participéis, como hijos de Dios que sois. Resulta muy cómodo —y muy cobarde— ausentarse, callarse, diluidos en una ambigua actitud, alimentada por silencios culpables, para no complicarse la vida. Estos momentos son ocasión de urgente santidad, llamada al humilde heroísmo para perseverar en la buena doctrina, conscientes de nuestra responsabilidad de ser sal y luz.
Considerad que hay muy pocas voces que se alcen con valentía, para frenar esta disgregación. Se habla de unidad y se deja que los lobos dispersen el rebaño.
… se habla de espiritualizar la vida cristiana y se permite desacralizar el culto y la administración de los Sacramentos, sin que ninguna autoridad corte firmemente los abusos - a veces auténticos sacrilegios- en materia litúrgica; se habla de respetar la dignidad de la persona humana, y se discrimina a los fieles, con criterios utilizados para las divisiones políticas.
No se puede imponer por la fuerza la verdad de Cristo, pero tampoco podemos permitir que, con la violencia de los hechos, nos dominen como ciertos y justos, criterios que son una patente deserción del mensaje de Jesucristo: esta violencia se comete por algunos, impunemente, dentro de la Iglesia. Sería una deslealtad y una falta de fraternidad con el pueblo fiel, no resistir al presuntuoso orgullo de unos pocos que han maleado ya a tantos, sobre todo en el ambiente eclesiástico y religioso.
Comprended que no exagero. Pensad en la violencia que sufren los niños: desde negarles o retrasarles el bautismo arbitrariamente, hasta ofrecerles como pan del alma catecismos llenos de herejías o de diabólicas omisiones; o en la que se actúa con la juventud, cuando —¡para atraerla!— se presentan principios morales equivocados, que destrozan las conciencias y pudren las costumbres.
Resistir, a esta campaña continuada y nefanda, forma parte de nuestro deber de luchar por ser fieles. Es una obligación de conciencia, ante Dios y ante tantísimas almas. Pensad que abunda una muchedumbre silenciosa, por amor a la Iglesia, que no protesta, que no habla a grandes voces, que no organiza manifestaciones tumultuosas. Pero que sufre por la buena causa y que, con confianza en la Providencia, espera, pasmada y muda, orando sin cesar y sin ruido de palabras, para que la Iglesia de Dios recobre su autenticidad.
Los herejes lo saben: así se explica que ni siquiera se ha intentado demostrar que los católicos desean esos cambios, que están variando el rostro de la Esposa de Cristo.
Ni existe ninguno capaz de confundir al pueblo fiel con la algarabía de los tumultuosos conventículos revolucionarios, patrocinadores de radicales modificaciones deformadoras e innecesarias, peligrosas e impías, que conducen sólo a rebajar la espiritualidad de la Iglesia, a despreciar los Sacramentos, a enturbiar la fe, cuando no a arrancarla de cuajo.
Nos sentimos obligados a resistir a estos nuevos modernistas —progresistas se llaman ellos mismos, cuando de hecho son retrógrados, porque tratan de resucitar las herejías de los tiempos pasados—, que ponen todo en discusión, desde el punto de vista exegético, histórico, dogmático, defendiendo opiniones erróneas que tocan las verdades fundamentales de la fe, sin que nadie con autoridad pública pare y condene reciamente sus propagandas.
Y si algún pastor habla decididamente, se encuentra con la sorpresa -amarga sorpresa- de no ser suficientemente apoyado por quienes deberían sostenerlo: y esto provoca la indecisión, la tendencia a no comprometerse con determinaciones claras y sin equívocos.
Parece como si algunos se empeñaran en no recordar que, a lo largo de toda la historia, los que guían el rebaño han tenido que asumir la defensa de la fe con entereza, pensando en el juicio de Dios y en el bien de las almas, y no en el halago de los hombres. No faltaría hoy quien tachara a San Pablo de extremista cuando decía a Tito cómo debería tratar a los que pervertían la verdad cristiana con falsas doctrinas: increpa illos dure, ut sani sint in fide (Tit. I, 13); repréndelos con dureza —le escribía el Apóstol—, para que se mantengan sanos en la fe. Es de justicia y de caridad, obrar así.
Cada uno de nosotros ha de ser quasi lucerna lucens in caliginoso loco, como un farol encendido, lleno de la luz de Dios, en esas tinieblas que nos rodean. Agradezcamos con obras nuestra vocación de cristianos corrientes, pero con la luz de Dios dentro, para derrocharla y señalar el camino del Cielo. En todo nuestro apostolado, asume importancia primordial la tarea catequística, a todos los niveles. Ésta es la mejor defensa, ante la labor destructora de tantos: es el mejor modo de resistir, a la disolución que están sembrando.
No podemos dormirnos, ni tomarnos vacaciones, porque el diablo no tiene vacaciones nunca y ahora se demuestra bien activo. Satanás sigue su triste labor, incansable, induciendo al mal e invadiendo el mundo de indiferencia: de manera que muchas gentes que hubieran reaccionado, ya no reaccionan, se encogen de hombros o ni siquiera perciben la gravedad de la situación; poco a poco, se han ido acostumbrando.
Tened presente que en los momentos de crisis profundas en la historia de la Iglesia, no han sido nunca muchos los que, permaneciendo fieles, han reunido además la preparación espiritual y doctrinal suficiente, los resortes morales e intelectuales, para oponer una decidida resistencia a los agentes de la maldad.
Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo, la Iglesia y el mundo. Hijos míos, sintamos el deber de ser leales a cuanto hemos recibido de Dios, para transmitirlo con fidelidad. No podemos, no queremos capitular.
No os dejéis arrastrar por el ambiente. Llevad vosotros el ambiente de Cristo a todos los lugares. Preocupaos de marcar la huella de Dios, con caridad, con cariño, con claridad de doctrina, en todas las criaturas que se crucen en vuestro camino. No permitáis que el espejismo de la novedad arranque, de vuestra alma, la piedad. La verdad de Dios es eternamente joven y nueva, Cristo no queda jamás anticuado: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hebr. XIII, 8).
Por tanto: no os dejéis descaminar por doctrinas diversas y extrañas; lo que importa sobre todo es fortalecer el corazón con la gracia de Jesucristo (Hebr. XIII, 9).
Leales, aunque veamos a nuestro alrededor tanta gente que se tambalea, que vacila. Recordad la respuesta de Matatías a la intimación de prevaricar, cuando muchos de Israel se acomodaron a ese culto, sacrificando a los ídolos (I Mac. I, 45), y a él y a sus hijos les ofrecían —a cambio de la infidelidad— toda clase de riquezas y de bienestar (hoy ofrecerían, además, una imagen simpática y atractiva, presentándolos quizá a la opinión pública como valientes profetas de nuevos tiempos): aunque todas las naciones que forman el imperio abandonen el culto de sus padres y se sometan a vuestros mandatos, yo y mis hijos y mis hermanos viviremos en la alianza de nuestros padres. Líbrenos Dios de abandonar la Ley y sus preceptos. No escucharemos las órdenes del rey para salirnos de nuestro culto, ni a la derecha ni a la izquierda (I Mac. II, 19-22).
Por los méritos infinitos de Jesucristo, con la intercesión de Santa María -Madre de Dios y Madre nuestra-, confiando en el amor de Dios Padre y en la gracia del Espíritu Santo, repetiremos aquella oración tradicional de la liturgia: ut inimicos Sanctae Ecclesiae humiliare digneris, te rogamus, audi nos!