ENTERRAR A LOS MUERTOS
La religión cristiana considera la muerte como pena del pecado, y por tanto no desconoce la tristeza subsiguiente a ella; esta tristeza ante la muerte se encuentra también en el hombre-Dios (Mt. 26, 38, y Lc. 22, 44). Esta concepción de la muerte está marcada por dos ideas: la muerte es un acto del hombre; la muerte es un momento decisivo de todo el destino humano. Pero la muerte es además el punto en el cual, cerrándose la vida de prueba, cesa el sincretismo de bien y de mal y se opera la justicia.
Ahora bien, la preparación para la muerte como condición de la conciencia moral necesaria para el acto de la muerte fue durante siglos una parte destacada de la ascética: el arte del bien morir.
Tener fija la atención sobre la idea de la muerte es un ejercicio arduo que exige una técnica difícil, ya que la muerte parece antinatural y al espíritu le repugna, repugnándole sus signos más evidentes: la inercia y la torpeza. Y sin embargo, la religión nos obliga a esta difícil preparación, porque la muerte del cristiano es un acto, y no solamente la cesación de los actos.
Hay muchas razones por las cuales la muerte pierde su carácter terrible a los ojos del creyente: la muerte del hombre-Dios, el ejemplo de los Santos, el mérito del consentimiento (en el cual consiste el bien morir), o la esperanza del Reino. Sin embargo, un especial espanto o por lo menos terribilidad es inherente a la muerte por el motivo esencialísimo de que es un juicio absoluto e inevitable sobre las obras del hombre y su fidelidad a la ley.
Justicia y misericordia en la muerte cristiana
La moderna teología tiende a identificar el momento de la muerte con el encuentro con el Cristo Salvador, evitando hablar del Cristo juez. Así, de los dos motivos que hacen terrible la muerte (ser consecuencia del pecado y ser el instante del juicio), el segundo resulta pasado por alto.
Sin embargo la Revelación no admite duda. Basta la revelación sobre el juicio final de gracia o de condena hecha por Cristo en el cap. 25 de San Mateo, donde se encuentran palabras de rechazo de las vírgenes imprudentes y del siervo infiel. En él se establece la idea de la discriminación entre réprobos y elegidos: ovejas y cabras, misericordiosos y crueles.
Olvido de la idea del Juicio
En la mentalidad posconciliar y en la reforma litúrgica la idea de la muerte como juicio y discrimen absoluto retrocede y desaparece detrás de la idea de salvación eterna: ya no se trata de una comparecencia « judicial », sino de una continuidad inmediata de la vida terrena con la salvación eterna. Se expolia a la muerte de su carácter incierto y se la representa como un evento que nos introduce inmediatamente en la gloria de Cristo. En resumen, los cuatro novísimos parecen reducidos a dos: muerte y paraíso.
Dignidad de la sepultura en el rito Católico
No siendo la muerte hoy en día un acto de consentimiento y ofrecimiento, y perdiendo su carácter de crisis, también pierde solemnidad la sepultura. Y así como debilitándose la idea religiosa de la vida eterna decae igualmente la gravedad y solemnidad de la muerte, convertida en pura accidentalidad del mundo, los ritos y vestidos fúnebres deben igualmente decaer y dejar lugar a simples prácticas de levantamiento del cadáver.
En ciertas diócesis de Francia, en contraposición a otros lugares, cuando toda la comunidad se reunía en torno al moribundo continuaban durante días salmodias, oraciones, actos de piedad y de religión. Sin embargo la muerte, considerada un acto decisivo y difícil, no se abandonaba al hombre solitario.
El admirable Ordo commendationis animae, en el cual a la ternura y a la compunción se unen las más audaces esperanzas, acompañaba al agonizante en todo momento con súplicas a Dios, con invocaciones a los ángeles y a los Santos, y con intimidaciones al Maligno. Este rito era eminentemente comunitario, ya que se asociaban en él la Iglesia militante, la Iglesia triunfante, y la Iglesia purgante; se fundaba sobre la idea del juicio y de la misericordia, convocaba en torno al moribundo todas las potencias y las bellezas de la religión; leía todo la Pasión, celebraba y narraba todas las liberaciones del Señor en la extrema agonía del hermano. Y al llegar la expiración, la acción se hacía presionante y afanosa. De tal modo, después de varias oraciones, se consumaba el acto de la muerte en el seno de una comunidad verdaderamente unida. El rito era una acción de toda la Iglesia celeste y terrena, que socorre al moribundo, quien realizaba los actos que podía y era suplido en los que no podía.
Las exequias eran después una expresión de piedad y sufragio, y el cadáver era honrado con luces, inciensos, y aspersiones de agua bendita. No pronunciaba el sacerdote ningún elogio del difunto. Eran minuciosas las disposiciones del testamento, con fundaciones para Misas, legados para obras pías, perdones y prescripciones para la tumba.
Degradación de la sepultura
El cuidado de los muertos está ligado a la creencia en la otra vida, a la certeza de que con la muerte el hombre se salva o se pierde en la eternidad, y por consiguiente a la persuasión de que todas las cosas relacionadas con la muerte son importantes para el hombre.
La civilización de la técnica, oscuramente consciente de no poder « romper el paño de la muerte », se arroga sin embargo el derecho a disipar de entre los hombres lo tremendo de la muerte, aniquilando su valor y expulsándola de todo espacio como el único evento que no tiene consecuencias ni significado. Mientras en otros tiempos se ponía todo en marcha para que la muerte fuese preparada y advertida, hoy el arte médico multiplica las terapias que salvan la vida, pero ve su propia perfección en la eutanasia, y no pudiendo vencer a la muerte, la hace insensible.
En siglos en que la ciencia médica era infantil y carecía de recursos refinados, y el médico se desplazaba hasta el enfermo (hoy ocurre al revés), la enfermedad y la muerte tenían como lugar natural el propio hogar, y los familiares eran quienes auxiliaban al hombre en sus sufrimientos y en su muerte. Hoy, como exigencia de la prodigiosa diferenciación del arte médico, la enfermedad y la muerte se remiten al hospital, donde otrora sólo entraban los desvalidos.
La solicitud por los cadáveres, considerada obligación primaria de la piedad familiar, se remite a las funerarias. Han caído en desuso los ritos con que la Iglesia manifestaba la importancia otorgada al destino eterno, a la inmortalidad y a la resurrección. La familia, celebrada por la nueva teología como la Iglesia doméstica, ya no conoce ningún culto a los muertos.
Antaño el hombre vivía su enfermedad en el seno de la familia, agonizaba en casa, moría en casa. Para recoger su último aliento los parientes acudían desde lejos con prisa piadosa. El cadáver era compuesto junto a los sagrados Penates, adornado con flores y luces, velado sin descanso noches enteras; a su lado se hablaba en voz baja, se rezaba el Santo Rosario. Hoy los cadáveres van de la sala del hospital a su morgue y de allí a las impersonales y comerciales "salas funerarias", dependencias de las empresas fúnebres que terminan de despojar de todo sentido trascendente, ritual, cultual, cultural y hasta familiar y afectivo a ese momento crucial de la vida. Se ha abolido el levantamiento del cadáver de la casa obituaria hacia la iglesia y el camposanto.
La cremación
En absolutamente ninguna creencia, aparte del Cristianismo, se encuentra claramente que los cuerpos resurjan un día retomando el hilo de la identidad de la persona reconstruida « completa ».
Hace falta cuidar de los cuerpos en cuanto que fueron compañía del alma en las obras buenas o malas de la vida, y sobre todo porque, después de haber integrado en el decurso terrenal la persona humana, volverán a integrarla en la resurrección final de la que es causa Cristo con su propia Resurrección.
Esta verdad tan hostil a la razón es el punto crucial del sistema católico; y para alimentar la fe en ella, la Iglesia, incluso habiendo variedad de sepulturas, desde las interiores a las iglesias (costumbre que comenzó con los mártires) hasta las de los espacios sagrados alrededor de ellas, rechazó siempre sin embargo la incineración de los cadáveres. En la muerte el hombre ya no existe, pero el cuerpo (que fue hombre y será hombre en la resurrección final) es digno de respeto y de cuidado.
La antiquísima y jamás abandonada costumbre de enterrar a los muertos deriva de la idea evangélica y paulina de la semilla enterrada y del cuerpo que se siembra corruptible y resurge inmortal (I Cor. 15, 42). La sepultura imitaba sobre todo la sepultura de Cristo.
Una religión como la Católica en la cual toda la realidad es signo, no podía desconocer que la cremación de los cadáveres en un anti-signo de la resurrección. Ya que ciertamente le roba todo el simbolismo de la inhumación y priva de significado incluso a los mismos admirables vocablos encontrados por los primeros cristianos: cementerio, es decir, dormitorio; camposanto, es decir, lugar consagrado a Dios; deposición, no en el sentido físico de poner bajo tierra, sino en el sentido legal por el cual el cadáver es dejado en depósito, que se restituirá el día de la resurrección.
Estos valores simbólicos parecieron tan poderosos que la Iglesia los hizo pasar a valores dogmáticos: hacer incinerar el propio cadáver se consideró comúnmente un signo de incredulidad.
Es una gran obra de misericordia orar, ofrecer limosnas, sacrificios; Misas e indulgencias por los FIELES DIFUNTOS y no debemos apartarlos de nuestra memoria ni espíritu. No está bien, ni es cristiano que se quemen los cuerpos, eso es cosa de culturas paganas y ateas, la Tradición Católica es la inhumación (in humus = en la tierra), o sea, el enterramiento en una tumba, del tipo que sea. Podemos recordar a Abraham, cuando enterró a su esposa Sara en una cueva comprada a los Hititas en el país cananeo (Génesis 23,1-20) y en (San Mateo 27,57-60).
También se lee en el relato de la sepultura de Jesús; al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sabana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue."Así está bien claro cuál es la Tradición Cristiana con respeto al entierro Católico, pues la práctica de la incineración o cremación está en oposición al Código de Derecho Canónico del Vaticano II, que dice:
Canon 2: "La Iglesia dispone las exequias para los difuntos y su ayuda espiritual y honra sus cuerpos, a la vez que proporciona a los vivos el consuelo de la esperanza.
Canon 3: "La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la Doctrina cristiana" Y en la explicación sobre este punto se aclara lo siguiente: « puede resumirse así: a) se recomienda conservar la tradición de sepultar los cadáveres (…) la Iglesia prefiere la inhumación que expresa mejor la fe en la resurrección y la honra del cuerpo. » (Código de Derecho Canónico, canon No 1176, 2 de Marzo de 1983).
Ahora bien, en este punto estamos ante unas leyes canónicas ambiguas, que sirven tanto para católicos como para protestantes y como resultado, la mayoría del pueblo se está acogiendo al canon tres de la incineración o cremación, que le es más cómodo por diferentes motivos materialistas, personales y de fe desviada, no sólo para los fieles cristianos, sino también para algunos Sacerdotes y Jerarquía de doctrina desformada.
La cremación es también un gran negocio de prosperidad para muchos. En verdad es terrible quemar el cuerpo donde uno ha estado viviendo toda la vida, con el que se ha trabajado, gozado y sufrido, que se ha cuidado, alimentado y también exhibido públicamente y ¡presumido de él! Qué ironía y que contradicción se está dando hoy, más que nunca, con ese culto al cuerpo físico, de hombres y mujeres, para después en su final, ¡quemarlo como algo inútil! No es ni siquiera razonable, u denota un falso concepto de la vida, y sobre todo de la Vida Eterna, porque Dios no nos ha creado para morir para siempre en su Presencia, como sucede a los que van al Infierno eterno, porque "Dios, no es un Dios de muertos sino de vivos" (Mt. 22, 32).
Recordemos ese pasaje bíblico de Tobías, un hombre justo y piadoso, temeroso de Dios y de una gran caridad, que se jugaba la vida recogiendo a escondidas los cuerpos de los que mataban, para darles sepultura (Tobías 1, 16-20; 2,1-8) y esto lo hacía contra leyes paganas y contra la propia familia, porque era un impulso no solamente humano, sino del Espíritu Santo de Piedad y Amor porque esperaba en la Resurrección de los muertos y en la vida eterna, ya en el Antiguo Testamento y entre paganos.
Con mucho dolor vemos cómo en algunos lugares la Iglesia hoy se está paganizando; ya nadie dice nada, nadie tiene un gesto de amor y valentía ante tantos errores, con los fieles difuntos. Hay que observar que el lenguaje de la Iglesia de Cristo para los que mueren en el Señor, no es como el de los paganos y ateos, son "FIELES DIFUNTOS", no los llama ni muertos, ni cadáveres, sino FIELES, porque son fieles e hijos de Dios por el Bautismo, y DIFUNTOS, porque la debilidad de sus cuerpos, por el Pecado Original, ha llegado a su fin, para pasar a la vida eterna y verdadera. Lo que se entierra no es un muerto, porque para Dios no hay muertos; ni un cadáver, sino una semilla de Vida Eterna, que resucitará en el ultimo día, como Cristo resucitó de entre los muertos. (1 Corintios 15, 25-26).
En los Catecismos Católicos, la séptima Obra de Misericordia Corporal es: ENTERRAR A LOS MUERTOS (CIC No 2447s), los modernistas y protestantizados tergiversan esto y añaden: "Rogar a Dios por todos", en lugar de: "ROGAD A DIOS POR VIVOS Y MUERTOS". Así van suprimiendo las Verdades de Fe por otras que son muy ambiguas y lo hacen solapadamente.
La Tradición de la Iglesia Católica ha prohibido y castigado siempre la Cremación, como se ve en el Código de Derecho Canónico de Benedicto XV, anterior al Código actual, que dice: "Se priva de la sepultura eclesiástica a los que hayan mandado quemar su cadáver, y prohíbe celebrar por ellos Misas de exequias, aún las de aniversario y todos los oficios públicos fúnebres". Como se ve, hay una contradicción clara y pública, con lo que se dice y se hace hoy.
La cremación es una costumbre nacida en la India, país que le rinde culto al fuego, para volver las almas a la "energía universal" de la que dicen proceden. La Nueva Era ha revivido esta costumbre en Occidente y es apoyada por las logias masónicas para cambiar las costumbres religiosas de los cristianos. Se ha silenciado la voz de la opinión pública y de la Iglesia, logrando la aceptación de las masas.
Una prueba irrefutable que el mismo Dios nos da son esos cuerpos de Almas Santas que han quedado INCORRUPTOS, así son reconocidos por la Iglesia y todo el mundo, pues son milagros patentes y eso es Tradición.