En nuestros días, estamos viendo una intensificación de la batalla espiritual a medida que la situación dentro de la Iglesia Católica continúa deteriorándose.
Las batallas tienen bajas, y algunas de esas bajas son católicos que han perdido su fe o están tentados a dejar la Iglesia debido a la escandalosa corrupción, infidelidad y cobardía de sus líderes y la aparente falta de una solución coherente en medio de la anarquía.
El denominador común que he visto en los que están sufriendo un naufragio es que centran su atención principal o incluso exclusivamente en la Iglesia como institución humana. Sin embargo, al hacer esto, lo hacemos todo al revés.
La Iglesia no fue la primera en el tiempo, ni es la primera en nuestras vidas. Cristo vino primero: Él buscó a los apóstoles, Él atrajo a los discípulos, Él nos redimió, Él nos salva incluso ahora, y el punto de toda nuestra vida es conocerlo a Él. Sin duda, Él es la cabeza de la Iglesia y nosotros somos miembros de esa Iglesia; es el « lugar » donde lo encontramos. Pero no es ni lo primero ni lo último.
No hay forma de conocer, entender o descifrar la Iglesia (o la teología o la liturgia o cualquier otra cosa) sin esa relación fundamental con Cristo: ser un hijo del Padre en y a través de Él. Él es la Roca debajo de la roca (Pedro/el Papa), y Él es la única Roca que nunca cambia, siendo eternamente estable.
Todos conocemos la historia en la que Jesús está durmiendo en la proa de la barca azotada por la tormenta. Para algunas personas hoy en día, parece que Él nunca se despertará de Su letargo. Esto también es falso. Más bien, estamos demasiado ocupados volviéndonos locos para ver que Cristo ya está despierto y esperando para mirarnos a los ojos, si tan solo nos detuviésemos por un momento, superamos nuestro miedo al silencio, nuestro miedo a estar a solas con Él, y descansamos en Él.
Entre otras cosas, está vivo y activo en la Eucaristía. Esto es en serio: rezar ante la Eucaristía y vivir de ella ha hecho grandes santos, en cada siglo, en cada lugar, en cada situación concebible. ¿Quién arregla la Iglesia de Dios? Los santos lo hacen. ¿Cómo llegan a ser santos los hombres y las mujeres? Lo hacen mediante la oración y la confianza, no agitándose, desahogándose y atacando.
Nuestro vicio moderno por excelencia es el activismo. Todos somos activistas empedernidos que pensamos que lo que importa es "mi lucha por el catolicismo". Eso es tan triste como risible. Son los hombres justos, por pocos que sean, los que mantienen unido este mundo, como Dios le dijo a Abraham. Cuando Nuestra Señora se aparece, no dice "¡Habla más!" o "¡Mátalos en Twitter!"; ella dice « Recen y hagan penitencia ».
San Agustín y San Anselmo, dos de los mayores intelectos y santos de nuestra tradición, se aferraron firmemente a este dicho de Isaías: « A menos que creas, no entenderás ». Puede sonar terriblemente anti intelectual, pero no es una verdad limitada al reino sobrenatural; la misma verdad se verifica una y otra vez también en las relaciones humanas.
La comprensión no es donde comenzamos sino donde terminamos, cuando hemos sido fieles, cuando hemos confiado y cuando nos hemos rendido a una realidad más grande que nosotros mismos y nuestra capacidad para captarla, controlarla o planearla.
Somos como los discípulos en esa barca: esperamos que Cristo haga las cosas de acuerdo con nuestras ideas de cómo debe hacerse: el Mesías guerrero dándoles una patada a los romanos. Su idea de esa estrategia se mostró con bastante claridad en Getsemaní y en el Calvario, cuando se dejó reducir a una llaga sangrante, sabiendo que todavía estaba al mando y que tendría la última palabra, simplemente porque Él es la primera, última y única palabra. La Iglesia vive Su vida y eso significa que vive Su Pasión: ella también, al menos a veces, será un charco de sangre, muriendo en su humillación, pero no dejada para siempre en ese estado.
Abundan los ejemplos de la historia. La crisis arriana se plantea a menudo, y no debe dejarse de lado, ya que es de enorme relevancia para los problemas que enfrentamos. Alguien que nació alrededor del año 325 y que murió alrededor del año 400 habría pasado toda su vida bajo la sombra del arrianismo, en una Iglesia donde la gran mayoría de obispos eran herejes o cobardes, donde los pocos obispos buenos eran perseguidos de un lugar a otro, donde incluso los papas fueron incompetentes o cómplices. Un Papa excomulgó a San Atanasio, el mayor confesor de la época.
Como muestra Newman, fueron los fieles quienes mantuvieron la fe. ¿Se quejaron, acaso, de que Jesucristo, el Hijo de Dios, Aquel cuya divinidad real confesaron, estaba durmiendo en su barca? Quizás algunos lo hicieron (¡y hay una forma de quejarse en los salmos que puede ser una forma de oración!), pero la Fe sobrevivió porque la mayoría de ellos no se desanimó; se mantuvieron firmes, pase lo que pase, sabiendo que no somos nosotros los que elegimos cuando vivimos, sino la Providencia.
Mi católico hipotético, que vivió entre el 325 y el 400, a veces tenía que adorar en el desierto porque los impostores usurparon los templos de los católicos. Él admiraba las raras figuras como San Atanasio y San Hilario, pero sabía que eran superados en número. Ese católico del siglo IV tampoco vio nunca una Iglesia funcional y saludable.
La situación en la Inglaterra de la Reforma no fue muy diferente para los católicos que la vivieron. Un hombre que nació durante el reinado de Enrique VIII y que vivió una larga vida habría visto a su país pasar del catolicismo romano al anglocatolicismo y al calvinismo, de nuevo al catolicismo y finalmente al anglicanismo. Los políticos fueron cómplices excepto Santo Tomás Moro; los obispos fueron cómplices excepto por San Juan Fisher.
Sin embargo, hubo muchos grandes santos de ese período, y muchos héroes anónimos conocidos solo por Dios, que fueron catapultados a la santidad por la crisis. Se vieron obligados a buscar refugio en Cristo y no en príncipes, en hombres mortales en los que no hay ayuda. ¿Por qué pasó esto? ¿Por qué Él permitió que sucediera? Todavía no tenemos respuestas que puedan satisfacernos en esta vida, pero también podemos ver la mano de Dios obrando en las maravillosas flores de santidad que han agraciado a Inglaterra, incluida una renovación de martirios dignos del antiguo Imperio Romano.
Me parece que hoy en día muchos están siendo llevados por el miedo, incluido el miedo a la disolución de la Iglesia « jerárquica » o su exposición como un fraude. Este miedo se genera, o al menos se hace posible, por nuestra incapacidad para ver el cuadro completo, o por pensar que vemos lo suficiente como para saber que es irracional y feo. En cualquier caso, queremos que las cosas tengan sentido en nuestros propios términos. Dios no hace las cosas así; nunca lo ha hecho, nunca lo hará. No en vano se dice que Él es un misterio infinito. ¿Cómo podría ser de otra manera? Él no es una criatura gigante que se enseñorea sobre nosotros (como la serpiente en el jardín trató de hacer pensar a Adán y Eva). Él es la raíz de todo. Está en todo y más allá de todo.
"No es tarea del cristianismo dar respuestas fáciles a todas las preguntas, sino hacernos conscientes progresivamente del misterio. Dios no es tanto el objeto de nuestro conocimiento como la causa de nuestro asombro", como dice Albert Rossi. Rossi también señala el punto, en el que he llegado a confiar, de que tenemos que aprender a vivir con sombras, incertidumbre y ambigüedad. Incluso se podría decir que es un signo de salud mental: la capacidad de avanzar sin ver completamente; la capacidad de dejar que las cosas sean como son, sin desesperarse ni hiperventilarse; la capacidad de contentarse con saber lo esencial. Rossi lo expresa en tres declaraciones: "Sé que no sé. Sé que Cristo sabe. Confío en él."
El fundamento del sufrimiento infructuoso es la falta de amistad con Jesús, así como el fundamento del sufrimiento fecundo es la unión con Él. No tendremos ni podremos tener relaciones saludables con nadie, incluidos la Iglesia, sus líderes y sus miembros, a menos que tengamos una relación con Cristo. En la medida en que no la tengamos, la debilidad inherente, la tendencia a la disipación en las cosas materiales y mortales, prevalecerán.
Cuando Nuestro Señor nos somete a una prueba de fuego, es porque sabe que lo necesitamos; necesitamos encontrarnos con Él allí. Un sacerdote dijo una vez en el confesionario: "El lugar donde estás sufriendo es el lugar donde Jesús quiere encontrarte. Sus heridas son tu refugio: tienen el poder de curar tus heridas ». Pero no lo harán si estamos ocupados huyendo de Él, arrancándonos el pelo y preguntándonos si Él nos ama o se preocupa por nosotros. Así es como nos separamos del único lugar donde está la realidad, del único que la ve y la gobierna. La única forma de tener paz es estar en la presencia de Dios, porque no hay paz fuera de Él. Realmente: ninguna en absoluto. ¿Cómo podría haberla?
Nuestra identidad no está en ser católicos ni en defender a la Iglesia, sino en ser de Cristo (eso es lo que significa ser "cristiano"). Sí, pertenecemos a Su Cuerpo, pero aun así, nuestra identidad fundamental es ser Suyos, ser un hijo en el Hijo, un hijo amado del Padre. "Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi predilección". Dios nos dice eso a cada uno de nosotros:
Tú, eres mi hijo amado. No hay curación para la filiación herida y la paternidad herida fuera del Padre y del Hijo.
"Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá." ¿Creemos que los santos son mentirosos? Preguntaron, buscaron y llamaron, y recibieron, encontraron y entraron, una y otra vez, durante los últimos 2.000 años (o más, si incluimos a los santos de la antigua alianza). No nos falta nada de lo que tenían: obtuvimos el paquete completo. Sin embargo, debemos pedir, buscar y llamar; no sucede automáticamente ni por casualidad. Sucede volviéndonos una y otra vez hacia Él.
Nuestros problemas no suelen ser intelectuales. Son problemas del corazón, en el centro de nuestro ser, no en el mundo aireado de los conceptos y, por lo tanto, no en el ámbito de la apologética.
Una causa particular de malestar psicológico en la actualidad es el campo de batalla de las redes sociales, la vorágine de opiniones de los charlatanes semicultos. Vivir en medio de este reino puede ser frustrante y hacer que perdamos la paz (o que no podamos adquirirla en primer lugar); da prioridad a lo inmediato, a lo indignante y a lo deprimente por sobre la visión más amplia, la verdad inmóvil, las chispas de alegría. Quedamos enterrados vivos en esta avalancha de información. Nos sofocamos de escuadrones de eruditos que pontifican. Los cristianos que se encuentran en "modo pánico", atravesando una crisis personal, tienen la obligación moral de retroceder, salirse o al menos reestructurar su enfoque de los medios.
No soy un modelo de virtudes desde ningún punto de vista, pero moriría — me consumiría espiritualmente— si no comenzase mi día fuera de mi trabajo en las redes. He tratado de erigir barreras y límites. Cuando me levanto por la mañana, antes de que se active cualquier dispositivo, rezo Prima y leo alguno de las Escrituras; voy a misa la mayoría de los días, y tomo otros descansos durante el día para rezar Tercia, Sexta o Nona (o los tres si puedo) para poder mantener la perspectiva y no perder la paz por completo, o perder noción de la única relación que en última instancia importa, con Aquel de quien depende todo lo demás.
El Hno. Lorenzo de la Resurrección lo llamó « la práctica de la presencia de Dios ». Soy bastante torpe en esto, pero tengo suficiente experiencia para saber que perecería sin ella. Esta disciplina de la oración y los sacramentos me ha impedido perder la cabeza.
Ese es el desafío de la fe, ¿no es así? Jesús dice: Venid y mirad. Tomad vuestra cruz y seguidme. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. Eso es todo: Él invita, no obliga. Todo lo promete a quien se entrega a Él. La única forma de saber si tiene la razón es hacerlo, seguirlo y probar lo que ofrece.
Esto no es un cliché, sino la verdad del Evangelio. Claro, podemos llamarlo un acto de fe, pero cuando tienes bestias feroces persiguiéndote y estás corriendo hacia el borde, tendrás que saltar a lo que crees y esperar ser abrazado por Dios o tirarte al suelo y dejar que te consuman.