Ave María
San Francisco en su regla y Santo Domingo en la suya, con un mismo espíritu, y con unas mismas palabras, mandan a su predicadores que no prediquen más que de los vicios y virtudes, pena y gloria : lo uno para enseñarnos a vivir bien, y lo otro para inclinarnos al deseo de buen vivir. Sentencia común es la de algunos Filósofos, de que las dos pesas con las que se mueve ordenadamente el reloj de la vida humana, son el castigo y el premio ; porque es tan grande nuestra miseria, que nadie quiere la virtud desnuda, si no viene o apremiada con castigo, o acompañada con provecho.
Cuando aún no estamos familiarizados con el lenguaje del Divino Maestro y de la Biblia en general, sorprende hallar constantemente cierto pesimismo, que parece excesivo, sobre la maldad del hombre. Porque pensamos que han de ser muy raras las personas que obran por amor al mal. Nuestra sorpresa viene de ignorar el inmenso alcance que tiene el primero de los dogmas bíblicos : el pecado original. La Iglesia lo ha definido en términos clarísimos (Denz. 174-200). Nuestra formación, con mezcla de humanismo orgulloso y de sentimentalismo materialista, nos lleva a confundir el orden natural con el sobrenatural, y a pensar que es caritativo creer en la bondad del hombre, siendo así que en tal creencia consiste la herejía pelagiana, que es la misma de Jean Jacques Rousseau, origen de tantos males contemporáneos. No es que el hombre se levante cada día pensando en hacer el mal por puro gusto. Es que el hombre, no sólo está naturalmente entregado a su propia inclinación depravada (que no se borró con el Bautismo), sino que está rodeado por el mundo enemigo del Evangelio, y expuesto además a la influencia del Maligno, que lo engaña y le mueve al mal con apariencia de bien. Es el "misterio de la iniquidad", que S. Pablo explica en II Test. 2, 6. De ahí que todos necesitemos nacer de nuevo (3, 3ss.) y renovarnos constantemente en el espíritu por el contacto con la Divina Persona del único Salvador, Jesús, mediante el don que Él nos hace de su Palabra y de Su Cuerpo y su Sangre redentora. De ahí la necesidad constante de vigilar y orar para no entrar en tentación, pues apenas entrados, somos vencidos. Jesús nos da así una lección de inmenso valor para el saludable conocimiento y desconfianza de nosotros mismos y de los demás, y muestra los abismos de la humana ceguera e iniquidad, que son enigmas impenetrables para pensadores y sociólogos de nuestros días y que en el Evangelio están explicados con claridad transparente. Al que ha entendido esto, la humildad se le hace luminosa, deseable y más fácil.
Desafortunadamente y sin que esto nos escandalice, nos recordará Osuna en su libro, "Guía de pecadores", que la mayor parte de los hombres, se mueve más por el interés de la Ganancia, que por obligación de justicia.
Además debemos reconocer que muchas veces tenemos miedo de actuar como verdaderos católicos. Ya San Juan Clímaco, en "La escala del paraíso", nos recuerda :
"El miedo es retoño de la vanagloria e hijo de la increencia. Un alma orgullosa es esclava del temor y, al poner su esperanza en sí misma, termina por sobresaltarse por el más pequeño ruido y tiene miedo a la oscuridad. Quien se ha convertido en siervo del Señor, solo teme a su Señor. En cambio, quien carece de temor de Dios suele asustarse de su propia sombra".
Nuestra época poscristiana ha abandonado el temor de Dios e, inmediatamente, ha quedado esclavizada por los miedos. Especialmente el miedo a la muerte y al sufrimiento, manifestado en los desesperados intentos de ocultar esas realidades, para poder vivir como si no existieran.
Más importante es, sin embargo, la falta de temor de Dios entre los cristianos. Cuando los hijos de la Iglesia se dedican alegremente a mundanizar el cristianismo y a deformar su doctrina, el temor de Dios brilla por su ausencia. Cuando los prelados se congratulan, hablan de la "primavera de la Iglesia" y se dan palmaditas en la espalda mientras literalmente pierden naciones enteras para Cristo, uno se pregunta si realmente creen en el Juicio de Dios. Cuando se niega en la práctica la existencia del pecado y del infierno, se anima al pecador a permanecer en sus pecados bajo capa de una falsa misericordia y se trocan los mandatos de Dios por los dictados de lo políticamente correcto, ¿cómo no pensar que el tiránico temor del qué dirán ha sustituido al temor de Dios ? El malvado escucha en su interior un oráculo de pecado : "No temo a Dios ni en su presencia". (Varias fuentes)