En su Año Cristiano, escrito en francés, por el Padre Juan Croiset, esboza una breve pero significativa historia de San José, la cuál la hemos transcrito en este artículo que consta de dos partes. Ésta es la segunda y ultima parte. (cfr. Juan Croiset, Año Cristiano, marzo, Madrid, Imprenta de la Real Compañía, 1804, 344353).
Instruido ya José del mayor de todos los Misterios, comenzó desde aquel punto a mirar a la Virgen como a la Madre del Redentor, creciendo en él la respetuosa veneración con la ternura. San Buenaventura es de sentir que la acompañó en la jornada que hizo para Visitar a su prima Santa Isabel; y en verdad no parece verisímil que hubiese dejado ir sola a la Santísima Virgen en un viaje tan dilatado y tan penoso.
Cerca de seis meses después se vio precisado San José a pasar a Belén con la Santísima Virgen en virtud, del decreto que publicó el Emperador Cesar Augusto, mandando registrar los nombres de todos los Vasallos de su Imperio, para registrar el suyo en aquella Ciudad, donde estaba el Solar de la Casa de David, cuyo descendiente era. Así sonaba en el designio de los hombres; pero en el intento del Cielo iba a aquel lugar, para que María diese a luz en él al Verbo Encarnado, y al Mesías prometido, como lo tenían vaticinado los Profetas. Padeció José en Belén todo el dolor y toda la amargura que podía padecer un corazón tan grande y tan tierno como el suyo; porque después de reconvenidas todas las posadas, y desechado con desprecio de ellas; no tuvo otro albergue donde recogerse con su adorada Esposa, y con la divina Prenda que ésta traía en sus entrañas, que las ruinas de una humilde casa destinada únicamente para establo de bestias. Adoró los secretos de la divina providencia, y se rindió con profundo silencio a sus soberanas disposiciones.
En este indecente lugar vio nacer en la mitad de la noche al Salvador del Linaje humano. Pero cuáles fueron los extraordinarios favores, cuáles las interiores dulzuras, ¿con qué el Divino Infante colmó el alma de San, José, a quien miraba y amaba como a Padre? No fue menos sensible el gozo de nuestro Santo, cuando vio llegar aquella dichosa Tropa de Pastores, que enviaba el Cielo a adorar al Salvador. Ni sirvió de menor motivo a su gozosa admiración la venida de los Magos pocos días después; viendo que se movían del Oriente tres Monarcas para tributar rendimientos al que desconocido en su misma patria, y desechado de los suyos, se había visto, reducido a nacer en un establo.
Cuarenta días después del nacimiento del Niño Jesús tuvo San José la dicha y el consuelo de conducirle al templo de Jerusalén, siendo testigo ocular de las maravillas que pasaron en él. Pero apenas dio la vuelta a Belén, cuando un Ángel le advirtió el impío intento que tenía Herodes de quitar la vida al Divino Infante, ordenándole que se retirase a Egipto con el Hijo y con la Madre. No difirió un punto el obedecer en virtud de aquella perfecta sumisión que profesaba a las disposiciones de la divina providencia, y sin dar lugar a vanos discursos ni cavilaciones de la prudencia humana, partió al instante para Egipto, donde permaneció hasta que, muerto Herodes, volvió a aparecérsele el Ángel del Señor, y le ordenó que con el Hijo y con la Madre, se restituyese a Palestina.
El Evangelio da bastante fundamento para creer que San José pensaba fijar su habitación en Jerusalén o en Belén, como en lugares oportunos para la educación del Mesías, pero, reparando que aquellas dos Ciudades estaban sujetas a la dominación de Archélao, hijo de Herodes y, temiendo que el nuevo Rey heredase la desconfianza y la crueldad de su padre, se retiró, con aviso del Cielo, a Nazaret, donde había hecho menos ruido el nacimiento del Salvador, y donde no había tanto que temer, por ser el mismo San José mas conocido. En esta afortunada Ciudad vivía aquella Santa Familia, la más augusta, y la más respetable que hubo, ni ha de haber jamás en el mundo, en una condición verdaderamente obscura y desconocida; sustentando San José y su esposa al Niño Jesús con el trabajo de sus manos, y obedeciendo el Divino Niño a San José como a padre suyo.
Siendo San José religiosamente observante de la Ley, inviolablemente iba todos los años a Jerusalén, en compañía de la Santísima Virgen para celebrar la fiesta de las Pascuas; y habiendo llevado consigo al Niño Jesús, cuando ya había cumplido doce años, al volverse a Nazaret, le echaron de menos. Es indecible la aflicción y la inquietud de la Virgen y de San José los tres días que le anduvieron buscando. Habiéndole hallado finalmente en el Templo, en medio de los Doctores, no se pudieron contener sin quejarse amorosamente del dolor y de la pesadumbre que les había causado con su ausencia: Hijo mío, tu Padre, y yo te hemos andado buscando, le dijo la Santísima Virgen, pero con la respuesta del Salvador se les enjugaron las lágrimas, y comprendieron el misterio.
El Evangelio nada más nos dice de San José, sino que vueltos a Nazaret, el Niño Jesús le obedecía. Pero qué cosa mas grande, ni que fuese capaz de hacernos concebir mayor idea del extraordinario mérito, y de la eminente santidad de San José, nos pudiera decir, exclama el Sabio Gersón, que asegurarnos que el Hijo de Dios le obedeció, le amó, le estimó, y le honró como a Padre suyo: Quæ subjéctio, shut inæstimábilem notat humilitậtem in Jesu, it a dignitậtem incomparábilem signat in Joseph & María.
Vivió después algunos años San José retirado y desconocido en compañía de la Virgen, y del Salvador. Ninguna familia poseyó mas ricos tesoros. ¿Cuál otra se puede imaginar más santa, más perfecta, ni más digna de nuestro culto? No se sabe de fijo el año en que murió este Santo Patriarca; pero se cree con bastante probabilidad, que ya había muerto cuando el Salvador del mundo comenzó a predicar. Lo que parece seguro es que si San José vivía cuando murió el Salvador, no hubiera éste encomendado su Madre al Evangelista San Juan, poco antes de expirar.
Es fácil comprender cuán preciosa sería la muerte de este gran Santo, a quién el Hijo de Dios quiso excusar el dolor que le causaría la suya. ¡Qué muerte mas dulce, qué muerte más preciosa en los ojos del Señor, qué muerte más santa, que la de el que mereció tener a su cabecera al mismo Jesucristo! ¡Ser asistido por la Santísima Virgen hasta que expiró dulcemente en manos del Hijo y de la Madre! ¡Qué multitud de Espíritus Celestiales no acompañarían a aquella bendita alma hasta dejarla depositada en el Seno de los Padres!
Es cierto que cuando Cristo resucitó resucitaron también muchos Santos; y no es verisímil que habiendo hecho el Señor tantos milagros para descubrir y para exponer al culto de los Fieles las Reliquias de tantos otros, hubiese querido privar de esta honra a las de San José, si su sagrado cuerpo hubiera quedado en la tierra.
Aunque la Iglesia profesó siempre singular veneración a este gran Santo, con todo eso no fue tan público su culto en aquellos siglos llenos de tinieblas, y poco tranquilos, en que solo el nombre del Padre de Jesucristo pudiera hacer en los Gentiles alguna impresión menos ventajosa hacia el Cristianismo, y servir de pretexto a los Herejes que negaban su Divinidad. Hasta que gozó de paz, la Iglesia no comenzó a hacerse familiar a los Fieles la devoción de San José. Hallase su nombre en los diecinueve de marzo, en los Martirologios Latinos escritos hace más de ochocientos años, y aún es mas antigua su fiesta en la Iglesia Griega.
Los magníficos elogios que el Sabio Gersón, Cancelario de la Universidad de París, hizo de San José en el Concilio de Constancia, y lo que dice de la confianza que todos los Fieles deben tener en la poderosa intercesión de este gran Santo, acreditan su devoción y su piedad. Escribió diferentes cartas para que se celebrase con mayor solemnidad la fiesta de San José. La primera fue dirigida al Duque de Berry en el año de 1413; la segunda al Chantre de la Iglesia de Chartres, y la tercera a todas las Iglesias. Gregorio XV y Urbano VII, la hicieron fiesta de precepto, prohibiendo en ellas las obras serviles y las funciones públicas de los Tribunales.
No hay Religión alguna en la Iglesia de Dios que no profese particular devoción a San José; no hay Cristiano que no tenga en este grande Patriarca una tierna y amorosa confianza. Los muchos milagros que obra el Señor por su intercesión en toda la Cristiandad, y los singulares favores que experimentan todos los que le invocan, muestran visiblemente que nada niega el Salvador al que siempre amó como a padre, y al que quiere que nosotros honremos como a tal.
Pero lo que más ha contribuido en los últimos tiempos a promover la devoción de San José fue la singularísima que le profesó Santa Teresa de Jesús, dejándosela como en herencia a sus hijos y a sus hijas; en quienes vive hoy con tanta edificación el espíritu y la piedad de su Santa Madre. En el capítulo sexto de su vida dice lo siguiente:
« Tomé por Abogado y Señor al Glorioso San José, y me encomendé mucho a él; vi claro que así, de esta necesidad, como de otras mayores de honra, y perdida de alma, este Padre y Señor mío me sacó con más bien que yo le sabía pedir. No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este Bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma: que a otros Santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra, que como tenía nombre de Padre, siendo encargado de criarlo y educarlo, le podía mandar, así en el Cielo hace cuanto le pide. Esto han visto otras algunas personas a quien yo decía se encomendasen a él también por experiencia, y hay muchas que le son devotas; de nuevo he experimentado esta verdad.
Procuraba yo hacer su fiesta con toda la solemnidad que podía.... Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso Santo por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No he conocido persona que de veras le sea devota, y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud, porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan. Paréceme desde hace algunos años, que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la veo cumplida; si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío... Solo pido por amor de Dios que lo pruebe quién no lo creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este Glorioso Patriarca, y tenerle devoción; con especialidad personas de oración siempre le habían de ser aficionadas.... Quien no hallare Maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por Maestro, y no errará en el camino. » Hasta aquí son palabras de Santa Teresa.
En muchas Iglesias se celebra con grande solemnidad el día veinte y dos de enero la fiesta de los Desposorios de San José con la Santísima Virgen: y ya en el siglo décimo cuarto se celebraba en la Iglesia esta festividad. Hay en varias partes fundadas muchas Congregaciones y Cofradías con el título de San José para asistir a los agonizantes: y ¿qué Santo más poderoso para ayudarnos en aquel crítico momento? En la Santa Capilla de Chambery se muestra un báculo ricamente engastado, que se dice por piadosa tradición haber sido de San José, y en Perusa de Italia se venera el anillo de sus Santos Desposorios; acreditando al parecer la verdad de esta reliquia los favores que cada día se reciben del Cielo por la devoción a ella.