Desafortunadamente una gran parte de los bautizados en la Iglesia no son católicos, sino pelagianos. Y si lee lo que sigue, se convencerá más de ello.

El mundo pre-cristiano apenas conoce la libertad del hombre, y tanto en los sistemas filosóficos como en los religiosos predominan los fatalismos deterministas de una u otra especie. Por el contrario, partiendo de la Revelación ya iniciada en Israel, y con muy pocos apoyos culturales, en Cristo, en la plenitud de los tiempos, es la Iglesia la que descubre (inventa) la libertad del hombre y la que difunde este conocimiento en todas las naciones. De ahí nace la cultura occidental, la que se ha mostrado en la historia como la más potente para transformar los pueblos y el mundo visible. Pues bien, en los siglos IV y V, después de la conversión de Constantino, se ve la Iglesia invadida por multitudes de neófitos, lo que trae consigo un descenso espiritual notable en relación con los precedentes siglos martiriales y heroicos.

– En esos años surge Pelagio (354-427), monje lego de origen británico, un hombre riguroso y ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predica un moralismo muy optimista sobre las posibilidades éticas del hombre. San Agustín, el más fuerte de sus contradictores, resume así la doctrina pelagiana:

« Opinan que el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice [Pelagio] que a los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice "más fácilmente" quiere significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les sea más difícil. [Entienden que] La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar ningún bien, es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que los niños nacen sin el vínculo del pecado original » (ML 42,47-48).

– El pelagianismo niega el pecado original. Niega que el hombre fuera constituido en santidad y justicia, y que el pecado de Adán, transmitido a sus descendientes por la generación, le hiciera perder la gracia de Dios, estableciéndolo en un estado de pecado, del que sólo puede salvarse con la asistencia de la gracia divina que le es ganada por Cristo. Cree, por el contrario, que la naturaleza del hombre está sana y que por sus propias fuerzas puede su libre albedrío mantenerse en el bien. Aprecia el buen ejemplo de Cristo y el valor de las enseñanzas del Evangelio, pero profesa un puro naturalismo, no poco afectado por la ética estoica.

Conocemos estas enseñanzas de Pelagio sobre todo por los escritos de sus discípulos principales, el presbítero Celestio y el obispo Juliano de Eclana. Y también a través de los doctores católicos que combatieron su doctrina, como San Jerónimo, el presbítero Orosio, San Agustín, San Próspero de Aquitania. Sus doctrinas fueron en principio aprobadas por varios obispos – Jerusalén, Cesearea, sínodo de Dióspolis (a.415) –, e incluso por el papa Zósimo (417-418).

La Iglesia rechaza muy pronto el pelagianismo con gran fuerza. En cuanto sus doctrinas fueron mejor conocidas, entiende la Iglesia que es absolutamente incompatible con las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición (435-442, Indiculus; 529, Orange II; 1547, Trento; 1794, Errores del Sínodo de Pistoya). Reproduzco sólo un fragmento del Indiculus, colección de proposiciones reunida al parecer en Roma por San Próspero de Aquitania, confirmada en el 500 por la Santa Sede romana (Dz 238-239):

« Dios obra sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres, de tal modo que el santo pensamiento, la buena decisión y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por Él podemos algún bien, y "sin Él no podemos nada" (Jn 15,5) » (cap. 6). Por tanto, « confesamos a Dios por autor de todos los buenos efectos y obras y de todos los esfuerzos y virtudes por los que, desde el inicio de la fe, se tiende a Dios, y no dudamos que todos los merecimientos del hombre son prevenidos por la gracia de Aquel por quien sucede que empecemos tanto a querer como a hacer algún bien (cf. Flp 2,13). Ahora bien, por este auxilio y don de Dios no se quita el libre albedrío, sino que se libera… [Y así Dios] obra, efectivamente, en nosotros que lo que Él quiere, nosotros lo queramos y hagamos, y no consiente que se quede ocioso en nosotros lo que nos dió [la voluntad libre] para ser ejercitado, y no para ser descuidado, de modo que seamos también nosotros cooperadores de la gracia de Dios » (cap. 9).

– El pelagianismo niega la experiencia de los hombres. Niega lo que experimenta cualquier pagano consciente, como el poeta Ovidio (43 aC-17 dC): « video meliora proboque, deteriora sequor » (veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor: Metamorfosis VII,20). ¿Puede acaso haber algún hombre – algún ser racional – que niegue la realidad de esa situación mental y volitiva?… El pelagianismo niega lo que la historia informa acerca de todos los siglos conocidos. Niega lo que día a día comprobamos por los medios de comunicación sobre la vida de las personas y de las naciones: calamidades sin fin… Hay que reconocer que el optimismo antropológico pelagiano, negando la realidad patente del mundo humano, solamente puede ser profesado en un estado espiritual de estupidez muy profundo. Es capaz incluso de sorprenderse ante ciertos males acontecidos en el mundo: « ¡que esto suceda en pleno siglo XX! »… ¿Y qué le ocurre al siglo XX para que en él sean inexplicables ciertos males enormes? Al siglo XX o al XXI o al VIII… Por lo demás, no se conoce siglo que haya superado al siglo XX en ateísmo, mártires cristianos, guerras, genocidios, millones de muertos por violencia humana, perversión del pensamiento, etc.

El pelagianismo, más aún, niega la doctrina y la experiencia cristiana. Niega lo que con mayor conciencia sabe y experimenta en su vida moral el cristiano: « no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… Es el pecado que habita en mí » (Rm 7,14-25). Pablo y Ovidio dan testimonios netamente antipelagianos sin duda coincidentes: la naturaleza humana está terriblemente trastornada en pensamiento y voluntad, en sentimientos y obras; está herida, mortalmente enferma; es una naturaleza caída.

« Vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo el espíritu de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas [el diablo], bajo el espíritu que actúa en los hijos rebeldes; entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo, y seguimos los deseos de nuestra carne [mundo-diablo-carne]… Pero Dios, por el gran amor con que nos amó… nos dió vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados » (Ef 2,1-10; Trento: Dz 1511).

– Pero « el número de los necios es infinito » (Ecl 1,15). Resulta duro decirlo, pero es la verdad. Hoy, quizá por soberbia de la especie humana, por ideologías filosóficas, por democratismo o por lo que sea, esta verdad patente suele mantenerse silenciada. Sin embargo, no por eso deja de ser verdadera. La descubre fácilmente la razón natural; pero además nos la enseña la Palabra divina: « ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que por ella entran. Y qué estrecha es la puerta y que angosto el  camino que lleva a la vida, y qué pocos son los que dan con ellos » (Mt 7,13). « Vosotros sois malos » (Mt 7,11). « Vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre… Él es homicida desde el principio… Él es mentiroso y padre de la mentira. Si os digo la verdad ¿por qué no me creéis? » (Jn 8,41-46). Los autores espirituales, como Kempis, lo han dicho siempre: « son muchos los que oyen al mundo con más gusto que a Dios; y siguen con más facilidad sus inclinaciones carnales que la voluntad de Dios » (Imitación III,3,3).

– La condición defectuosa del género humano es algo excepcional dentro de la armonía general del cosmos. Los astros siguiendo sus órbitas con toda exactitud, las plantas germinando a su tiempo, los animales dando cumplimiento continuo a sus instintos naturales, toda la Creación es una obediencia universal al Creador. El hombre es la única criatura que desentona habitualmente en esta sinfonía, y en el que la desobediencia al Creador – es decir, a su propia naturaleza y vocación – es más frecuente que la obediencia. Así lo reconoce Santo Tomás, tan bondadoso y sereno en sus consideraciones:

« Sólo en el hombre parece darse el caso de que lo malo sea lo más frecuente (in solum autem hominibus malum videtur esse ut in pluribus); porque si recordamos que el bien del hombre, en cuanto tal, no es el bien del sentido, sino el bien de la razón, hemos de reconocer también que la mayoría de los hombres se guía por los sentidos, y no por la razón » (STh I,49, 3 ad5m). Ésa es la realidad, y por eso « los vicios se hallan en la mayor parte de los hombres » (I-II,71, 2 præt.3).

Todo esto, claro está, tiene consecuencias nefastas para la vida personal, familiar, social y cultural, pues « la sensualidad (fomes) no inclina al bien común, sino al bien particular » (I-II,91, 6 præt.3). Y si la verdadera prudencia es la única capaz de conducir al bien común, reconozcamos que « son muchos los hombres en quienes domina la prudencia de la carne » (I-II,93, 6 præt.2). 

– Hago notar, de paso, que hoy hablar del estado indeciblemente malo de la raza humana está prohibido a los cristianos, incluso, en cierto grado, dentro de la misma Iglesia. No puede hablarse del pecado original, que muda al hombre en peor, en cuerpo y alma; que inclina su mente al error y su voluntad libre al mal; que lo hace cautivo del mundo y de su príncipe, el diablo. Hablar mal del hombre está permitido, e incluso recomendado en el mundo, en el cine y la literatura, en filosofía y psicoanálisis, en los medios de comunicación, en pintura o teatro. Es incluso una nota progresista. Está de moda. El anti-héroe es hoy el protagonista en gran parte de las manifestaciones artísticas y culturales del mundo secular. Pero por el contrario, queda prohibido hablar del profundo mal del hombre a la predicación cristiana, que por esa vía se ve descalificada. Y que por eso calla tanto esa verdad.

Es decir, todos pueden hoy hablar de los males profundos de la humanidad menos los Obispos, predicadores y teólogos. Y es que la doctrina cristiana ve la defectuosidad tremenda del ser humano en términos de « pecado » y de posible « castigo eterno ». Y eso el mundo no lo aguanta. Más aún: es que el cristianismo afirma que la naturaleza humana pecadora no tiene remedio por sí misma, y requiere absolutamente un Salvador divino, con poderes sobre-humanos, que salve por pura gracia. Horror: eso es inadmisible para la soberbia del pensamiento actual mundano. Bien sabemos que toda la Escritura y la doctrina cristiana consideran siempre la miseria del hombre en el fondo permanente de la misericordia divina. Pero el mundo tampoco quiere saber nada de una salvación por gracia, por misericordia, por don gratuito de Dios. No reconociendo más que al hombre, se ve obligado a poner sólo en él sus esperanzas…O más bien, de hecho, su desesperación. « Acordaos de que un tiempo vosotros… estuvisteis sin Cristo… sin esperanza y sin Dios en el mundo » (Ef 2,11-12). Continuará...