Voy de sorpresa en sorpresa con el Papa Francisco. Estaba allí, en la plaza de San Pedro, cuando la fumata nos dio la alegría de ser de un blanco inconfundible y luego cuando el cardenal Tauran nos anunció la "gaudium magnum". Hasta aquí, nada en especial aunque sí muy emotivo. La sorpresa vino luego: el cardenal Bergoglio, rompiendo todas las quinielas, había sido elegido Papa. Con 76 años, fuera de todos los pronósticos, aquel que fuera el principal rival de Ratzinger en el cónclave anterior, estaba ahora al frente de la Iglesia. Y, enseguida, la segunda sorpresa: era jesuita pero escogía para sí mismo el nombre de San Francisco de Asís, rompiendo otra secular tradición: la enemistad entre jesuitas y franciscanos. Y otra sorpresa: empezó poniéndonos a rezar a todos y a hacerlo por su predecesor, el Papa emérito Benedicto XVI. Y otra sorpresa: antes de bendecir al pueblo de Dios, le pidió a éste que le bendijera a él con su oración.
Pero esto era sólo el principio. Después vino lo de enterarnos de que subía al autobús para ir desde la Sixtina a Santa Marta, rechazando la limusina prevista para el nuevo Pontífice, o lo de que al día siguiente fue a ver a un cardenal enfermo o de que no quiso alojarse en la habitación especial que tenían preparada para él en Santa Marta y se quedó en la más sencilla que había usado durante el cónclave, o que se fue a celebrar misa el domingo a Santa Ana y allí saludó, al acabar la misa, a todos los que cabían en la pequeña parroquia del Vaticano.
Y eso por hablar de los gestos, porque los mensajes también daban sorpresas: el bellísimo discurso a los cardenales en la misa de clausura del Sínodo, recordándoles que estamos para caminar con Cristo, edificar con Cristo y confesar a Cristo y a Cristo crucificado. O el encuentro con los periodistas, mostrando su deseo de que la Iglesia esté abierta a los pobres. O la magnífica homilía ante los poderosos de este mundo, haciendo suya – y de la Iglesia –, de forma explícita, la causa de la ecología y de la defensa de los necesitados, a la vez que les recordaba que "el verdadero poder está en el servicio".
Pero las sorpresas no sólo me las ha dado el Papa Francisco, sino que también me han venido de la acogida que ha tenido entre la inmensa mayoría de la gente. Ha sido un auténtico plebiscito de aprobación entusiasta y eso es algo que tiene un valor por sí mismo, pues más vale que haya sido así y no que hubiera sucedido lo contrario. Leer, por ejemplo, a un columnista habituado a atacar a la Iglesia, cuando dice que escuchando al nuevo Papa tuvo ganas de llorar por la emoción no es algo que pudiera dejarme indiferente; era, simplemente, un milagro obrado por este jesuita vestido y empapado del carisma franciscano.
Tengo que confesar, sin embargo, mi preocupación. Y esta no es pequeña. Lo que está sucediendo me recuerda a la entrada de Jesús en Jerusalén el domingo de Ramos. Y ya sabemos que después del "hosanna" vino el "crucifícale". Los mismos que le aplaudieron le condenaron a muerte. Y todo porque no respondió a las expectativas que se habían hecho con respecto a él. Ahora el Papa está contentando a todos -o al menos a la inmensa mayoría, propios y extraños-. Esto no es viable. Más pronto o más tarde disgustará y defraudará a unos o a otros. Como le pasó a Jesús. Y entonces los mismos que le ensalzaban le arrojarán piedras y pedirán su dimisión, como sucedió con su predecesor, el Papa Benedicto. Entonces será la hora décima, la hora de los amigos de verdad, la hora de Juan y de María. Entonces nos quedaremos a su lado, incondicionales, los que desde el primer momento –antes incluso de saber de quién se trataba– gritábamos en San Pedro: ¡Viva el Papa!