Sobre algunos aspectos señalados en el Código de derecho Canónico a la hora de distribuir la comunión.
MINISTROS ORDINARIOS DE LA COMUNIÓN
De acuerdo con el canon 910 § 1, son ministros ordinarios de la comunión el obispo, el presbítero y el diácono. Además, el Código de Derecho Canónico de 1983 introduce un concepto, novedoso respecto al Código de 1917: el de ministro extraordinario de la comunión.
Esta figura fue introducida con motivo de la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II en 1973, mediante la Instrucción Immensae caritatis de la Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, de 29 de enero de 1973 (AAS 65 (1973) 265-266). Actualmente está recogida en el canon 910 §2:
Canon 910 § 2: es ministro extraordinario de la sagrada comunión el acólito, o también otro fiel designado según el c. 230 § 3.
A su vez, el canon 230 § 3 indica lo siguiente:
Canon 230 § 3: donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores, ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada comunión, según las prescripciones del derecho.
Por lo tanto, de modo ordinario pueden administrar la comunión exclusivamente los clérigos indicados. Puede haber ministros extraordinarios de la comunión; para que éstos ejerzan tal función, el derecho requiere dos requisitos:
1º Lo aconseje la necesidad de la Iglesia. El canon 230 § 3 habla de necesidad, no de utilidad de otro tipo. A modo de ejemplo sería necesidad que no se pueda atender a todos los fieles que piden la comunión, de modo que la Misa se alargaría excesivamente. Es el caso de peregrinaciones populares, u otras ocasiones similares. No se refiere por lo tanto a otros criterios, como son la mayor solemnidad de la ceremonia, o la celebración particular de un grupo de personas.
2º El código establece que para que un ministro extraordinario ejerza su función no debe haber presente en la parroquia ningún ministro ordinario (obispo, presbítero, diácono). Se está refiriendo principalmente a que aunque un sacerdote esté presente en la parroquia realizando otra tarea y le resulte incómodo o dificultoso acudir a repartir la Comunión, debe hacerlo. Tal incomodidad o'dificultad'no justifica que salga un ministro extraordinario: debe salir el sacerdote aunque le resulte difícil o incómodo.
Acerca de este último requisito, el Consejo Pontificio dio una Respuesta auténtica el 1 de junio de 1988. De acuerdo con esta interpretación auténtica, no estaríamos en el caso previsto en estos cánones si están presentes en la Iglesia ministros ordinarios que no estén impedidos, aunque no participen en la celebración eucarística.
ACÓLITOS
El ministro extraordinario debe ser un acólito instituido u otro laico. Por acólito no se entiende a cualquiera que ayude a Misa. El acolitado es uno de los ministerios laicales. El acólito está brevemente descrito en el canon 230 § 1. La figura del acólito en el derecho actual ha sido introducida por la Carta Apostólica Ministeria quaedam. Y en la regulación que hace del acólito, incluye la función de « distribuir, como miembro extraordinario, la Sagrada Comunión cuando faltan los ministros » (art. 6º). Esta mención, así como la que hace el canon 910, no significa que el acólito pueda dar la comunión casi como ministro ordinario, sino que, si se cumplen los requisitos previstos y está presente un acólito, se le debe preferir a otros laicos. El ministerio recibido del acolitado ya hace que tenga las debidas licencias para administrar el sacramento de la Eucaristía, pero se deben dar los demás requisitos que se han descrito en este artículo.
Si no hay un acólito instituido. La Instrucción Immensae caritatis de 1973 (apartado 1, artículo IV) ya citada, da un criterio: se debe escoger por este orden: un lector, un seminarista mayor, un religioso varón, una religiosa, un catequista, un varón o una mujer. El Ordinario del lugar puede cambiar, según su prudente juicio, este orden. El lector aquí es un término preciso, y se refiere a la persona que ha recibido el ministerio del lectorado, no es aquél que sube al ambón a leer incluso a diario. Esta persona puede ser escogida para administrar la comunión, pero no por el hecho de ser quien lee de modo habitual sino por sus propias características (si se cumple con los requisitos generales ya indicados) y de acuerdo con el orden que acabamos de citar.
Además, de acuerdo con la Instrucción Immensae caritatis, el laico designado para administrar la comunión puede ser ad tempus o ad actum, o si fuera verdaderamente necesario, de modo estable. La designación la hace el Ordinario, el cual puede delegar en ciertas autoridades.
Después de todo lo anteriormente explicado según el Código de Derecho Canónico, pregunto:
¿Por qué observo frecuentemente que el presbítero que preside (y otros concelebrantes) las celebraciones eucarísticas a las que acudo delega por sistema la administración de la comunión en uno o en varios laicos que ni han sido instituidos acólitos ni lectores, y que ni siquiera han sido designados públicamente para ello ad tempus o ad casum? Me refiero a que con el que oficia la Misa y -en su caso- el/los concelebrantes, sería más que suficiente para que la distribución de la comunión entre las asamblea fuese ágil y digna.
No piensen que observo que esto se realiza en misas masivas o multitudinarias (que sería la ‹excusa› para tal recurso, so pena de alargar excesivamente el momento de la distribución de la comunión), sino que más bien sucede en celebraciones eucarísticas de un grupo cuya media no suele superar las 20-25 personas. Es decir, tal ‹designación› no cumple los requisitos establecidos anteriormente.
Sin ir más lejos, el pasado domingo, el presbítero se limitó a fraccionar el corpus y, una vez hecho, tomó su trozo de pan consagrado y se sentó -sin distribuir el corpus-, dejando las dos patenas sobre el altar para que dos laicos no designados para distribuir la comunión -pero que sí lo hacen por sistema- se dedicaran a ello. Esta última celebración a la que me refiero no estaba compuesta de una asamblea de más de 45 personas.
Igualmente, como los laicos que han estado distribuyendo la comunión, conforme acabo de exponer, se encuentran con la patena vacía tras finalizar el reparto y tras haberse reservado un trozo del corpus para sí mismos, no tienen más remedio que servirse la comunión, de manera que no la reciben de ministro alguno, sino que se la autoadministran (!).
Por último, aunque se puede escribir mucho de esto, hay que dejar claro que la designación ad tempus o ad actum es puntual: no vale ya para el resto de las siguientes celebraciones; como tampoco puede hacerse así porque sí: han de cumplirse los requisitos señalados por el Derecho, pues sería absurdo designar un ministro ad actum dentro de una celebración cuya asamblea no es numerosa y dentro de la cual la distribución de la eucaristía no es, para nada, presumible que se vaya a alargar tediosamente, bastando la diligente distribución del ministro ordinario.
Por último, la purificación de los vasos sagrados queda, según observo en las celebraciones a las que me refiero, siempre a cargo de los mismos que, sin cumplir los requisitos, han estado previamente distribuyendo la comunión. Respecto a la purificación de los vasos sagrados: Institutio Generalis Missale Romanum nn. 163, 183, 192. Y también Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum Sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, donde se afirma en el número 119:
« El sacerdote, vuelto al altar después de la distribución de la Comunión, de pie junto al altar o en la credencia, purifica la patena o la píxide sobre el cáliz; después purifica el cáliz, como prescribe el Misal, y seca el cáliz con el purificador. Cuando está presente el diácono, este regresa al altar con el sacerdote y purifica los vasos. También se permite dejar los vasos para purificar, sobre todo si son muchos, sobre el corporal y oportunamente cubiertos, en el altar o en la credencia, de forma que sean purificados por el sacerdote o el diácono, inmediatamente después de la Misa, una vez despedido el pueblo. Del mismo modo, el acólito debidamente instituido ayuda al sacerdote o al diácono en la purificación y arreglo de los vasos sagrados, ya sea en el altar, ya sea en la credencia. Ausente el diácono, el acólito litúrgicamente instituido lleva los vasos sagrados a la credencia, donde los purifica, seca y arregla, de la forma acostumbrada ».