Es frecuente oír la queja de que los católicos están muy mal formados en lo referente a la fe, la Escritura, la historia de la Iglesia, la moral, la liturgia y un largo etcétera. Una queja frecuente y más que comprensible. Esa ignorancia se hace especialmente evidente si uno visita Hispanoamérica y observa los millones de católicos que se han hecho (y se están haciendo) protestantes debido en buena parte a que nunca tuvieron una formación adecuada y no sabían responder a acusaciones contra el catolicismo que, en realidad, no tienen fuerza ninguna o están basadas en malentendidos. Lo mismo podría decirse de España, con la diferencia de que los católicos mal formados dejan la Iglesia en dirección al agnosticismo más que al protestantismo.
Como es lógico no basta constatar esta terrible situación (que es como para echarse a llorar), sino que lo importante es responder a la pregunta fundamental: ¿por qué sucede esto? Sólo conociendo las causas de un problema es posible solucionarlo. En lugar de lanzarme a intentar responder a la cuestión, voy a contar una sencilla anécdota que me parece muy reveladora.
No hace mucho, fui a Misa a una parroquia a la que nunca había asistido anteriormente y cuyo nombre omitiremos. Era un templo grande y había mucha gente en él. Coincidió que el sacerdote que celebraba la Misa no era el párroco ni un adscrito a la parroquia, sino que estaba haciendo un favor al párroco, que estaba ocupado ese día.
No voy a hablar de la homilía (que fue excelente, sencilla y al grano), sino solamente de un pequeño detalle que me encantó. Se rezó el credo "corto", es decir, el Credo Apostólico y, al llegar al final del mismo, los fieles, con la seguridad que proporcionan años de práctica, dijeron como un solo hombre "creo en la resurrección de los muertos", en lugar de "creo en la resurrección de la carne".
Ante eso, el sacerdote se tomó dos minutos después del credo para explicar sencillamente y con tranquilidad que, en ese credo, se habla de la resurrección de la carne y el sentido de ese artículo de fe. Después de indicar que probablemente el error venía en origen de haber mezclado el credo "corto" y el "largo", explicó que no sólo nuestra alma viviría para siempre, sino que nuestro mismo cuerpo había de resucitar y ser glorificado como el de Cristo. Los católicos comemos de la Eucaristía, que es medicina de inmortalidad como la llamaron los Padres de la Iglesia, de modo que sabemos que nuestro cuerpo mortal participará de la victoria de Cristo sobre la muerte. Por eso el cuerpo es templo del Espíritu Santo y no podemos abusar de él.
La explicación fue seguida con gran atención por toda la asamblea, que, hasta donde pude ver, la comprendió y aceptó con naturalidad. Por mi parte, sentí ganas de vitorear a aquel sacerdote y sólo me contuve porque no me pareció apropiado aplaudirle en medio de la liturgia. Aún más meritorio fue el gesto teniendo en cuenta que sólo estaba de visita y podía haberse limitado a hacer lo mínimo necesario.
Ya sé que sólo es un detalle aparentemente sin importancia, pero lo que me llamó la atención fue darme cuenta de que esos fieles llevaban probablemente décadas proclamando mal el credo sin que nadie se hubiera molestado en decírselo y en explicarles ese artículo de fe. Uno o probablemente varios sacerdotes les habían oído equivocarse al recitar el resumen de la enseñanza católica cientos de veces y no habían sido capaces de tomarse dos minutos para ayudarles a comprender mejor la fe en la resurrección.
Esto me lleva a deducir que la cuestión de por qué los católicos están tan mal formados no es un misterio. No hace falta ponerse a estudiar tendencias culturales, políticas o religiosas, la influencia del clericalismo y del anticlericalismo o las consecuencias del nominalismo del siglo XII. Por suerte (o más bien por desgracia) la realidad es mucho más sencilla: los católicos están tan mal formados porque no se les forma en absoluto. No es que las dificultades frustren los intentos de formarlos, sino que directamente ni siquiera se intenta.
Hay incontables oportunidades de formar a los fieles: explicando partes de la liturgia en la Misa, aprovechando la homilía, en charlas cuaresmales, pascuales o navideñas, en la clase de religión para los niños, en funerales, entierros, bodas y bautizos, haciendo uso del arte cristiano de nuestras iglesias, en las catequesis de primera comunión y confirmación o en los cursillos prematrimoniales, entre otras muchas. Pero la realidad es que esas oportunidades generalmente no se aprovechan, sino que se pierden en vaguedades, sentimentalismos o en hacer lo mínimo para cumplir el expediente.
Lo mismo se puede decir de los padres, que parecen ignorar su propio deber de formar a los hijos en la fe y que esperan que eso lo hagan en el colegio o en la parroquia. Como si no supieran por experiencia propia que la formación que les proporcionarán a los niños en esos lugares es limitada (o en algunas ocasiones inexistente) y, en todo caso, de nada servirá si los hijos no ven que sus padres no le dan importancia.
Por supuesto, para formar antes hay que formarse, porque nadie da lo que no tiene. Si el que supuestamente debería formar no sabe nada, difícilmente podrá ayudar a otros en esto. Gracias a Dios, esto tampoco es un obstáculo difícil o complicado. La realidad es que el 99% de los sacerdotes, religiosos, catequistas y padres de familia aprenderían muchísimo sólo con leer el catecismo. No hace falta más. Es cierto que es un dato triste en el sentido de que tantos que deberían saber apenas saben muy poco, pero también resulta muy esperanzador porque indica que la solución de esa ignorancia es relativamente sencilla: basta leer un libro que todos tienen o deberían tener en sus casas.
Volvemos a lo mismo: si los que deben formar a otros carecen de los conocimientos necesarios es, simplemente, porque no les da la gana adquirir esos conocimientos, que están al alcance de cualquiera en su nivel básico. No hacen falta cursos complicados, licenciaturas en Teología o doctorados en Sagrada Escritura, porque antes de eso hay muchísimo que todos podemos aprender con sólo molestarnos en leerlo o preguntarlo. Como es lógico, más allá de ese nivel básico the sky's the limit, como dicen los ingleses; el cielo es el límite. Siempre hay posibilidades de profundizar más, leer más, preguntar más y saber más, porque la Teología es la reina de las ciencias y compensará abundantemente cualquier tiempo y esfuerzo que se le dedique.
Antes de que algún bienintencionado me diga que lo importante es la misericordia y que todo eso de la formación es un intelectualismo que no tiene importancia para la fe, me permito recordar que enseñar al que no sabe es una de las obras de misericordia. Los anteriormente mencionados sacerdotes, religiosos, catequistas y padres de familia tenemos el grave deber de formar en la fe a aquellos que nos están encomendados y, si no lo hacemos, la realidad es que no tenemos misericordia.
De nada sirve decirse, si uno es padre de familia, que lleva a sus hijos a un buen colegio o a una estupenda universidad; no basta, si se trata de un sacerdote, con pensar que su parroquia tiene eficientes servicios sociales; no es suficiente, para los catequistas, organizar muy bien la celebración de la primera comunión. Tenemos el grave deber de formarnos y de aprovechar cualquier oportunidad para formar a aquellos que Dios nos ha encomendado. A tiempo y a destiempo, como decía San Pablo, porque la formación en la fe es parte de la evangelización.
Ahí está la cuestión: que no evangelizamos. Y mientras sigamos sin evangelizar, millones de católicos seguirán dejando innecesariamente la fe todos los años, hasta que ya no queden millones de católicos. Y cuando el Señor nos pregunte el último día por qué permitimos que esas ovejas se perdieran, sólo podremos decir, horrorizados y avergonzados de nosotros mismos, que no nos dio la gana ayudarlas. Dios no lo permita.
Bruno M. es un bloguero de InfoCatólica