Tres acepciones cristianas de la palabra mundo. Casi todas las palabras, sobre todo las más importantes, suelen tener múltiples significados – acepciones­ –, según el contexto en que se dicen. Y la palabra mundo (cosmos) tiene en el lenguaje bíblico y cristiano varias acepciones principales. Las expongo con la ayuda de Pablo VI (23-II-1977) y del Catecismo de la Iglesia Católica.

– Mundo-cosmos: « La palabra mundo asume en el lenguaje escrito significa­dos muy distintos, como el de cosmos, de creación, de obra de Dios, significado magnífico para la admiración, el estudio, la conquista del hombre » (Pablo VI). Es la creación de Dios, llena de bondad y hermosura (Sab 11,25; Rm 1,20). En este sentido el mundo es el Libro de la Creación, el pró-logo permanente, siempre abierto, del Libro de la Revelación divina (Catecismo 31-34, 282-301, 337-349).

– Mundo-pecador: es el mundo configurado por el hombre, pecador desde el principio. En efecto, « desde el primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda al mundo; el fratricidio cometido por Caín en Abel; la corrupción universal, a raíz del pecado; en la historia de Israel…; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras » (Catecismo 401). « Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de San Juan "el pecado del mundo" (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres » (408).

– Mundo-enemigo: « Y finalmente la palabra mundo, tanto en el Nuevo Testamento como en la literatura ascética cristiana, adquiere frecuentemente un significado funesto, y negativo hasta el punto de referirse al dominio del Diablo sobre la tierra y sobre los mismos hombres, dominados, tentados y arruinados por el Espíritu del mal, llamado "Príncipe de este mundo" (Jn 14,30; 16,11; Ef 6,12). El mundo, en este sentido peyorativo, sigue significando la Humanidad, o mejor, la parte de Humanidad que rechaza la luz de Cristo, que vive en el pecado (Rm 5,12-13), y que concibe la vida presente con criterios contrarios a la ley de Dios, a la fe, al Evangelio (1 Jn 2,15-17) » (Pablo VI).

El siglo (aión, sæculum) viene a tener en la Escritura un sentido semejante al de mundo (Sant 4,4). « Los hijos del siglo », que forman el mundo, son contrapuestos a los « hijos de la luz », que integran el Reino de Dios en el mundo (Lc 16,8; Rm 12,2; 1Cor 2,6; 3,18). No obstante, el término secular tiene también – al igual que el mundo-cosmos – un sentido bueno y posi­tivo (Mt 12,32), como cuando se habla de seglares (seculares), profesiones seculares, clero secular, ins­titutos seculares.

Tres nociones fundamentales, que conviene recordar desde el principio, aunque posteriormente han de ser expuestas en desarrollos más amplios:

– El mundo configurado por el hombre es pecador, como pecador es el hombre. Y lo mismo que el hombre, no tiene salvación sin la gracia de Cristo. « Todos se extravían igualmente obstinados, no hay uno que obre bien, ni uno solo » (Sal 13,3); « todos nos hallamos bajo el pecado » (Rm 3,9), y « el mundo entero está en poder del Maligno » (1Jn 5,19; cf. Ap 13,1-8). No hay para el mundo salvación sino es « en el nombre de Jesús » (Hch 4,12). Dios revela a los hombres con todo amor los grandes males que les aquejan, poniéndolos en peligro de perdición eterna, y al mismo tiempo, los inmensos bienes de salvación que por la Iglesia les ofrece en Jesucristo, « el Salvador del mundo » (1Jn 4,14).

– Los cristianos estamos en el mundo, pero no somos del mundo. Nuestra situación en el mundo es exactamente la misma que la de Cristo, y Él dice: « vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo » (Jn 8,23). « Yo he vencido al mundo » (16,33). Según esto, los cristianos estamos en el mundo, pero no somos del mundo (15,18; 17,14-16). Si fuésemos del mundo, el mundo nos amaría como a cosa suya; pero como no somos del mundo, sino del Reino, por eso el mundo nos aborrece (15,19). Y también nosotros, en Cristo, somos vencedores del mundo: « ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe » (1 Jn 5,4).

– El cristiano, con Cristo y como Cristo, ha de 1ro.) vivir en el « mundo-cosmos », contemplando a Dios en la maravilla de sus criaturas, y dándole gracias; ha de 2do.) amar al « mundo-pecador », entregando su vida por él en la oración, el trabajo, el apostolado, para salvarlo del pecado; y al mismo tiempo ha de guardarse libre del pecado del mundo, sin hacerse cómplice suyo; y ha de 3ro.) combatir y vencer al « mundo-enemigo » del Reino, colaborando con Cristo en su combate victorioso.

Tres son los enemigos: demonio, mundo y carne. Los tres se oponen a que Dios salve al hombre, los tres tratan de impedir que Dios haga que en Cristo, el nuevo Adán, vuelva el hombre a nacer como una nueva criatura, de modo que por la gracia del Espíritu Santo sea sanado y elevado a la vida divina, sobre-humana y sobre-natural. Como el Concilio de Trento enseña, por el pecado original perdió el hombre el estado primero de santidad y justicia que le guardaba en la unión con Dios, incurriendo en su ira y en la condición mortal, y cayendo « con la muerte en el cautiverio bajo el poder del […] diablo; y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma » (1546: Denz 1511). Expuesta ya la significación bíblica y cristiana del término mundo, explico ahora demonio y carne.

– El demonio, o mejor, los demonios, son los ángeles caídos, que combaten contra la obra de Dios: combaten contra la creación, procurando trastornarla y destrozarla, y contra la obra salvadora de Cristo, intentando por todos los medios impedirla y falsificarla. Por eso, cuando en el Padrenuestro pedimos a Dios líbranos del mal (liberanos a Malo), somos conscientes de que « el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios » y a su obra de gracia entre los hombres (Catecismo 2851). 

– La carne, el hombre carnal, es el hombre, en alma y cuerpo, tal como viene de Adán: como criatura, li­mitado, y como pecador, inclinado al mal y débil para el bien, « mudado en peor en cuerpo y alma ».

La gracia de Cristo, por la comunicación del Espíritu Santo, hace que los hombres carnales, anima­les, « los que no tienen Espíritu », vengan a ser hombres espirituales (Sant 3,15; 1Cor 2,14; 3,1); que los hombres viejos se hagan nuevos (Rm 6,6; Col 3,10; Ef 2,15), vuelvan a nacer (Jn 3,4-7); que los terrenos vengan a ser de verdad celestiales (1Cor 15,47); y, en fin, que los hombres adámicos, pecadores desde Adán, vengan a ser cristianos (Rm 5,14.19; Hch 11,26), animados por el espíritu de Cristo.

Pero el hombre carnal se aferra a sus propios modos miserables de pensar, de esperar y de amar, resistiéndose así al Espíritu Santo, que quiere purificarle y renovarle todos esos mo­dos en fe, esperanza y caridad. Ya se ve, pues, que sin la mortificación de la carne, es im­posible la renovación en el Espíritu. Sin participar de la Pasión de Cristo, muriendo al hombre pecador, no hay modo de participar de la resurrección de Cristo, renaciendo y creciendo día a día en su misma vida.

La tres enemigos se ayudan mutuamente. En el Nuevo Testamento se habla de ellos unas veces por separado, pero otras veces son designados en forma conjunta, como tres negaciones del Reino de Dios en el hombre.

– Cristo, por ejemplo, en la parábola del sembrador, revelando cuáles son los enemigos de la Palabra vivificante, denuncia juntamente a las aves que arrebatan la semi­lla (el Maligno); al terreno pedregoso, es decir, a la flaqueza del hombre pecador (la carne); y a las espinas y matas, que sofocan con atracciones e impedimentos lo sembrado en el corazón humano (el mundo) (Mt 13,18-23).

– San Pablo enseña igualmente: « vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, siguiendo el espíritu de este mundo, bajo el príncipe que manda en esta zona inferior, el espíritu que actúa ahora en los rebeldes contra Dios. Y también nosotros procedíamos antes así, siguiendo las inclinaciones de la carne, cum­pliendo sus tendencias y sus malos deseos. Y así estábamos destinados a la reprobación, como los demás » (Ef 2,1-3). Mundo, demonio y carne.

Tres combatientes aliados en una misma guerra. Demonio, mundo y carne combaten unidos contra el Espíritu, contra el hombre. Cada uno de ellos lucha a su modo, y no puede ser vencido si no son vencidos los otros dos.

– La carne y el mundo vienen a ser lo mismo: uno y otro son el hombre, he­rido por el pecado, considerado personalmente (carne) o colectivamente (mundo). Y actúan, por supuesto, en complicidad permanente. De hecho, un cristiano carnal apenas siente la cautividad del mundo, porque él mismo es mundano. Pero en cuanto la gracia lo despierta espi­ritualmente y comienza a tender hacia la perfección, experimenta juntamente el peso de la carne y la resistencia del mundo. Antes, cuando no buscaba la perfección evangélica, carne y mundo le eran tan connaturales que apenas sentía su carga y atadura. Pero ahora advierte, como dice el Vaticano II, que no se puede ir con Cristo adelante y hacia arriba sin « llevar el peso de la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia » (GS 38a).

– Mundo y demonio, por su parte, actúan también íntimamente unidos. El mundo resiste al Reino, y condiciona al hombre en sus pensamientos y caminos, procurando engañarlo, pervertirlo y situarlo bajo el influjo del diablo. Ya sabemos que el demonio es llamado en la Escritura el « príncipe de este mundo » (Jn 12,31), más aún, el « dios de este mundo » (2Cor 4,4). Él es el Dragón infernal que da una formidable potencia a la Bestia mundana para combatir a los cristianos, a « los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús » (Apoc 12-13).

Dice San Juan de la Cruz, escribiendo a un religioso, que « el alma que quiere llegar en breve… a la unidad con Dios, y librarse de to­dos los impedimentos de toda criatura de este mundo, y defenderse de las astucias y engaños del demonio y liber­tarse de sí mismo », tiene que vencer los tres enemigos juntamente. « El mundo es el enemigo me­nos dificultoso [está escribiendo a un religioso, que ha renunciado al mundo efectivamente]. El demonio es más oscuro de enten­der; pero la carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo. Para vencer a uno de estos enemigos es menester vencerlos a todos tres; y en­flaquecido uno, se enfla­quecen los otros dos; y vencidos todos tres, no le queda al alma más guerra », y todas sus fuerzas que­dan libres para amar a Dios y al prójimo (Cautelas a un religioso 1-3).

Finalmente. La santidad cristiana es (positivamente) una transfiguración completa del hom­bre en Cristo, que implica (negativamente) una renuncia a la vida según la carne, siguiendo al mundo y bajo el influjo del demonio. Y en el progreso continuo de esta conversión el elemento afirmativo y el ne­gativo se exigen y posibilitan mutuamente. Es la clave permanente de la vida cristiana: el misterio pascual, pasión-resurrección de Cristo. Nosotros, participando de su cruz, participamos de su santa vida nueva, santa, sobrehumana, sobrenatural, celestial, divina.

Consecuencia evidente: la lucha espiritual cristiana queda paralizada cuando apenas los cristianos conocen y re-conocen la existencia real de sus tres enemigos. Si unos militares han sido formados según manuales de instrucción que ignoran las armas principales del enemigo –la aviación, las fuerzas de tierra, la armada naval– ¿qué combate podrán realizar? Están condenados a una derrota necesaria. De modo semejante, ¿qué combate espiritual puede mantener aquellos cristianos que no creen en el demonio, ni en su propia condición carnal pecadora, y en la de sus prójimos, y que tampoco alcanzan a ver el mundo como una estructura de pecado, que procede del pecado y que al pecado inclina?… Ni siquiera presentan batalla, y están vencidos ya desde el principio. Nadie les ha dicho la verdad de su combate. Son cristianos que, sin saberlo, viven cautivos del demonio, del mundo y de la carne. Solo Cristo puede salvarlos, y los salva diciéndoles la verdad: « la verdad os hará libres » (Jn 8,32). Padre, « santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad » (17,17).