por Mons. Fulton Sheen

La Iglesia nunca canoniza a nadie menos que la persona haya mostrado un grado de santidad considerado heroico; las virtudes de los santos fueron lo opuesto a las debilidades naturales que tuvieron que vencer. Esa cualidad especial del alma, que podría haber hecho de otro un demonio, dio a los santos sus mayores oportunidades para crecer. 

La cualidad moral que se asocia siempre con Moisés es la mansedumbre; pero Moisés no nació manso, sino que era muy probablemente impetuoso, irascible e irritable. Mató a un egipcio, lo que no es señal de un hombre manso. Fue, asimismo, el primero en "romper" los diez mandamientos. Al bajar de la montaña donde había conversado con Dios, encontró a su pueblo adorando al becerro de oro y, en un rapto de furia, hizo añicos las Tablas de la Ley. 

La ira no es mansa, el punto débil de Moisés era su impetuosidad. Pero este hombre transformó lo peor de sí mismo en lo mejor, de manera que, más tarde, en su conducta frente a la inconstancia del Faraón, en su actitud frente a la ingratitud y desobediencia de aquellos que había liberado, en su comportamiento con su familia, en su decepción final por no haber podido entrar en la Tierra Prometida, mantuvo un temperamento tan sereno, que las Sagradas Escrituras lo describen como un "hombre muy humilde" (Núm. 12,3). Moisés adquirió su humildad luchando contra su temperamento maligno, arrancó las raíces de lo peor de sí y luego, con la ayuda de Dios, se transformó en uno de los mejores hombres.

Las tentaciones de los santos eran vistas como oportunidad para el descubrimiento de sí mismos. Las mismas indicaban fallas en la fortaleza de sus almas que necesitaban ser fortificadas hasta volverse los puntos más fuertes.  Esto explica un curioso hecho en muchas personas santas: a menudo se transformaban en lo opuesto de lo que una vez habían parecido ser. 

Cuando escuchamos acerca de la santidad de algunas almas, nuestra primera reacción es "Yo lo conocí cuando…" Entre el "entonces" y el "ahora" ha tenido lugar una batalla, en la cual el egoísmo perdió y la fe obtuvo la victoria. Ellos siguieron el consejo de Pablo "Despojémonos de todo lo que nos estorba, en especial de pecado, que siempre nos asedia" (Heb 12,1). Se transformaron en lo que no habían sido hasta entonces.

Debido a que el desarrollo del carácter requiere una vigilancia constante, nuestras fallas ocasionales no deben tomarse, en forma equivocada, como una deserción de Dios. 

Dos son las actitudes posibles ante el pecado, dos son las actitudes que podemos tomar frente a nuestras caídas en el pecado: Podemos caer y levantarnos, o podemos caer y permaneces allí. El hecho de haber caído una vez no debería descorazonarnos; aunque el niño se caiga, no por eso abandona todo intento de caminar. Así como la madre presta más atención al niño que más se cae, nuestras fallas pueden ser usadas como oraciones dirigidas a Dios, para que nos preste más atención, debido a nuestra mayor debilidad.

Siempre me gustó un hecho en particular de la vida de santa María Magdalena de Pazzi. Un día, en la capilla, mientras sacaba el polvo a una estatua de nuestro Señor, la dejó caer al suelo. Al recogerla, intacta, la besó al tiempo que decía "Si no te hubieras caído, no hubieras logrado esto". Algunas veces, en el caso de una debilidad prolongada, es bueno contar no sólo las caídas sino también el número de veces que vencimos la tentación de hacer el mal. Los reveses sufridos en el calor de la batalla pueden llevarnos a fortalecer nuestros propósitos.

Las pruebas y las tentaciones de la vida prueban que en cada individuo hay presente un yo en potencia. El "ego actual" es lo que yo soy ahora, como resultado de haberme abandonado.  El "yo posible" es lo que podría ser yo a través del sacrificio y la resistencia al pecado. 

Las personas son como aquellos antiguos manuscritos o pergaminos, en los cuales, la segunda escritura cubría la primitiva; el brillo original del pecado y el egoísmo debe ser removido antes de que el mensaje de la Divinidad pueda iluminarnos.

No hay carácter ni temperamento que sea fijo.

Decir "Yo soy lo que soy, y siempre seré así" es ignorar la libertad, la acción divina en el alma, y la reversibilidad de nuestras vidas para transformarse en lo opuesto de lo que son. 

Al bautizar al duque de los francos, el obispo le recordó la manera en que podía revertir su pasado: "Inclina tu orgullosa cabeza, Sicambre; adora aquello que has quemado". 

No existe carácter incapaz de transformarse, a través de la cooperación entre la acción Divina y la humana, independientemente de la profundidad de sus vicios o su intemperancia en su opuesto, de ser elevado al nivel del yo y luego al nivel divino. Los alcohólicos, escépticos, lascivos, glotones, ladrones… todos ellos pueden hacer de esa zona de sus vidas en la que han sido derrotados, la zona de su más grande triunfo. 

El elemento tiempo no es tan importante como parece, puesto que no se requiere mucho tiempo para volvernos santos; se requiere solamente mucho amor. Jacopone da Todi era el esposo infiel de una esposa santa. Un día, mientras presenciaban un torneo, la tribuna se desplomó. Él resultó ileso, pero al abrir el vestido de su esposa para que pudiera respirar, vio, en el momento en que ella expiraba, que tenía puesto un cilicio. Al comprender que ella se autoimponía esas penitencias para expiar los pecados que él cometía, el famoso abogado vendió sus posiciones y, desde ese entonces, fue visto en las iglesias, vistiendo harapos, y siempre en oración, para gran sorpresa de aquellos que "lo conocieron cuando…"

Sin embargo, la formación del carácter no debería basarse únicamente en erradicar el mal; el énfasis debería estar puesto, sobre todo, en cultivar la virtud.  Es posible que, al concentrarnos encarnizadamente en humillarnos, nos volvamos orgullosos de nuestra humildad y, enfrascándonos de manera tan intensa en eliminar el mal, nuestra pureza resulte sólo una condena de los demás. 

La diferencia entre las dos técnicas – arrancar la mala hierba o sembrar la buena semilla - se encuentra ilustrada en la antigua historia de los griegos: Ulises, al volver el sitio de Troya, deseaba escuchar a las sirenas que cantaban en el mar, tentando a muchos marineros y se hizo atar al mástil de la nave, de manera que aun cuando deseara contestar al llamado de las sirenas, estaría a salvo de hacerlo. Algunos años más tarde, Orfeo, el divino músico, atravesó el mismo mar, pero se negó a tapar los oídos de su tripulación y tampoco se ató al mástil. En cambio, tocó su arpa tan maravillosamente, que el canto de las sirenas quedó ahogado. 

El ideal cristiano consiste en una bondad positiva y no negativa.  Un carácter es grande no por la ferocidad de su odio o su maldad, sino por la intensidad de su amor a Dios. El ascetismo y la mortificación no son los fines de una vida cristiana; son sólo medios. El fin es la caridad. La penitencia sólo procura una apertura en el ego, a través de la cual la Luz de Dios pueda fluir. Dios entra en nosotros en la medida en que disminuimos nuestra vanidad. Al vaciarnos, Dios nos llena. Y es la llegada de Dios lo más importante.

Cuando un carácter cristiano está motivado únicamente por el amor, encuentra mucha más bondad en el mundo que antes. Así como los impuros encuentran al mundo impuro, también quienes aman a Dios encuentran a los demás dignos de amor, como hijos actuales o potenciales de Dios.  Esta transformación del punto de vista se lleva a cabo no sólo porque el amor se mueve en un medio de amor, sino principalmente porque, a través del amor difundido por el santo, se crea el amor en los demás. Así como los celos en A engendran celos en B, la generosidad en A engendra generosidad en B. El amor da nacimiento al amor, si somos amables recibiremos amabilidad. La persona que ama obtiene del mundo mucho más que aquella que es fría o indiferente, ya que tiene no sólo la alegría de recibir, sino también la de dar. Incluso si faltara reciprocidad en el amor por parte de los malvados, la palabra hiriente o el insulto no la lastiman. Un sacerdote dijo una vez a san Juan María Vianney que un sacerdote que ignorara tanto de la teología como él nunca debería entrar en un confesionario. El santo le contestó: "Oh, de qué manera debería yo amarlo, ya que usted es uno de los pocos que me conocen cabalmente. Ayúdeme a obtener el favor que hace tanto busco… ir a un rincón y llorar por mis pecados".

El amor nos hacer odiar las faltas que nos impiden amar. Mas no nos desalentamos, puesto que nuestras fallas nunca son insuperables una vez descubiertas y reconocidas como tales. Excusarlas o evadirlas con un nombre falso, llamando al egocentrismo "complejo de inferioridad" o a la autocomplacencia "vida agradable", es lo que impide el progreso espiritual.

La regla más importante para atacar al mal en nosotros es la de evitar al asalto directo, en favor del indirecto. No se echa afuera al mal; se le desaloja. La ebriedad y el alcoholismo no se controlan diciendo "No beberé", sino a través del poder de expulsión de algún bien contrario. Cuando el alma comienza a amar a Dios, pierde esos mórbidos temores que deben ser ahogados en la bebida. Las alegrías del espíritu también desalojan a los placeres de la carne. Debemos tener alegrías, pero quien las ha encontrado en el alto camino del espíritu ya no necesitará perseguirlas en el camino más bajo de la sensualidad. 

Si yo levanto mi puño contra un hombre, él levantará sus brazos a modo de autodefensa; lo mismo sucede con el mal, sujeto a un ataque directo. "Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal, al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra" (Mt 5, 39). Los pequeños e ilícitos amores del ególatra pueden ser expulsados por los amores más grandes a cosas que van más allá de la persona. Básicamente no hay cura para el egoísmo, a menos que uno aprenda a amar a los demás más que a su propio yo; no hay alivio para la avaricia, hasta que, los tesoros que el moho no puede oxidar sean amados, más que aquellos que los ladrones pueden robar.

Mons. Fulton Sheen